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viernes, septiembre 26, 2025

Hogueras

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«El hogar es donde conocemos y somos conocidos, 
donde amamos y somos amados.» 
Shoshana Zuboff

En su origen, todo hogar es un punto en el espacio. El punto exacto donde alguien decide iniciar el fuego; encender la hoguera que alejará a toda bestia –animal o humana–, que alumbrará y mantendrá cálido el lugar que será habitado y que brindará, por tanto, sentido de pertenencia a quienes lo habiten.

Hace unas semanas, alguien me explicó que algunas especies de tortugas marinas vuelven a la misma costa donde nacieron para desovar. Estos animales nadan miles de kilómetros, se enfrentan a depredadores naturales y a pescadores imbéciles para regresar al mismo sitio que las vio nacer con el fin de dar vida a algo nuevo. Los biólogos llaman a este comportamiento filopatría: «amor a la patria, apego a la tierra natal». Tanto en la naturaleza como en la vida humana, generalmente el magnetismo de la geografía originaria marca la ruta de nuestro destino.

La Odisea versa sobre este tema. Ulises emprende un viaje sin retorno aparente, en el que se ve obligado a luchar contra monstruos y dioses. La trama de la epopeya es la travesía del héroe griego que se desvive por regresar al encuentro con su amada que –más que mujer– es el sitio que lo identifica, el lugar donde se siente seguro: la isla de Ítaca.

Los lugares son también personas. Gente que, con su cariño o parentesco, nos hacen sentir «como en casa». La familia, los amigos y hasta los vecinos articulan la idea de pertenencia, el sentimiento de formar parte de algo poderoso que rebasa las cuatro paredes de la habitación, el edificio, el barrio, la ciudad o el pueblo, la patria y todo eso que termina condensándose en la nacionalidad.

La violencia doméstica, la brutalidad de la guerra y la hambruna, la injusticia del sistema económico y –en últimas décadas– el cambio climático, han llevado a muchas personas a dejar su hogar para buscar rehacer su vida en el extranjero. Dejar todo atrás y echar raíces en tierras extrañas, no por gusto, sino más bien por necesidad de supervivencia. Buscan, entonces, llegar ahí, donde pierden el nombre y se convierten en números; donde son hostigados por la autoridad migratoria, donde son excluidos socialmente y donde, para llegar, es requisito estar dispuesto a morir. Muchas veces los inmigrantes ofrendan la vida para seguir viviendo.

De una forma u otra, todos tenemos ancestros que dejaron a los suyos con el fin de establecerse en otra parte y engendrar una nueva concepción de identidad. Porque formar parte de un lugar siempre ha sido una necesidad humana. Tan es así, que la nacionalidad es un derecho; el derecho a sentirse parte de un pedazo de tierra, de sus comunidades y su cultura.

En una época de extremos ideológicos, los nacionalismos irracionales han vuelto a protagonizar la escena política. En las potencias europeas y en los Estados Unidos –que tras la brutalidad de la Segunda Guerra Mundial habían pactado erradicar los discursos de odio– se han instalado gobiernos nacional-populistas que promueven discursos xenófobos con la finalidad de la unidad nacional. O más bien, con el objetivo de enardecer a las masas para cooptar el voto y permanecer en el poder.

El asesinato del activista e ideólogo trumpista, Charlie Kirk, en Utah, Estados Unidos, me llevó a reflexionar sobre esos fuegos que encendemos a voluntad o por accidente. En este caso, el disparo fatal contra Kirk revela el límite que suele rebasar el discurso de odio, ese que alimenta la llama de la polarización. Más de una vez, el opinólogo de derechas promovió teorías de conspiración. Entre éstas, la del «Gran Reemplazo», que sostiene que los migrantes desplazarán sistemáticamente a los estadounidenses «blancos y cristianos» para apropiarse de lo que los conspiranoicos juzgan «su país», «la Nación de Dios» (sea lo que sea que esto signifique). 

Este asesinato ha dado vuelo al mesianismo del trumpismo, que organizó un funeral de Estado más apegado a un show surrealista, con fuegos artificiales y lágrimas fingidas, y que ha hecho con la figura de Kirk un mártir de cartón que fácilmente arde en las mentes emocionales de los seguidores del presidente gringo.

Más allá de aquel performance de mal gusto disfrazado de velorio, de vuelta a la realidad, apenas el año pasado la Organización Internacional para Migraciones registró una cifra récord en muertes de migrantes a nivel global: 8 mil 938 personas fallecidas, de las cuales, mil 233 murieron en América, muchas de ellas tratando de alcanzar el american dream. No obstante, para la sociedad del espectáculo vale más la muerte de quien más votos es capaz de juntar. 

Bajo esta fórmula, los populistas avivan otro tipo de hogueras: ésas en las que antes se quemaban libros y con las que se han encendido las peores emociones del ser humano, en las que hoy se carbonizan los valores que alguna vez intentaron humanizar Occidente: el respeto a la libertad de expresión, el respeto al otro, el respeto a las culturas ajenas, el respeto a secas.

El hogar es la hoguera que elegimos porque su calor nos hace sentir queridos, donde tenemos un nombre, un lugar dentro de una comunidad. Sin embargo, también existen otro tipo de fuegos: los incontrolables, los que se prenden con las voces del odio, los que devoran casas, los que consumen el derecho a encontrar refugio en otra parte. Los que terminan por encender la rabia que aniquila, esa que es capaz de convertirnos en monstruos de odiseas ajenas.

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