PEDAZOS DE VIDA
Solo aquella flor que ha heredado el color del sol podría mantenerse de pie en tan lúgubre lugar. Es la que da luz al sitio, lámpara que emana de la tierra para alumbrar su alrededor. Sin tener luz propia, con su olor hace que el recuerdo surja con lucidez.
El cempasúchil no es una flor común. Nosotros la vemos solo en Día de Muertos, acomodada en grandes floreros sobre la mesa en la que se coloca la ofrenda, la vemos en los arcos de los vecinos y derramados los pétalos que se convierten en caminos que habrán de guiar con su luz a los muertos. Pero no es una flor común.
No sirve de mucho ver las macetas de flor de cempasúchil que se venden en la ciudad. No sirve cuando, en algún momento de tu vida, has visto el campo sembrado de cempasúchil, has sentido su perfume y te has enamorado del color. No sirve de mucho ver un manojo de estas flores cuando has visitado su casa y te has dejado llevar por su fragancia.
La flor de cempasúchil es común. No solo es flor de temporada: es efímera como el amor, llamativa como la seducción, es hermosura en la muerte, es luz en la oscuridad. Y aunque la hayamos visto tantas veces sobre la mesa en la que han de comer los muertos, nunca será igual si hubo una persona que se murió en esta temporada. Entonces, la flor de cempasúchil no te recordará la alegría de vivir, sino lo que significa dejar ir.
Así pasó cuando se marchó: entre flores de cempasúchil y todos los preparativos para la ofrenda, para poner la mesa en la que ella, sin saberlo, le tocaría comer. Ese año no hubo fiesta de los muertos. Hubo velorio y rosarios, hubo sepelio y llanto. Y aunque hoy la tradición continúa, el cempasúchil no ha sido el mismo. Con él, me abraza a través de su aroma, me hace sentir que está cerca, y por eso he venido a comer de su ofrenda.