Jimmy Carter, fallecido este domingo a sus 100 años, entró en la historia de Estados Unidos con su improbable ascenso de cult de magnate del maní (cacahuete) a presidente del país, pero su mayor legado fue redefinir la vida después de la Casa Blanca, con una labor tenaz que dejó una huella sin precedentes en la política estadounidense y mundial.
Carter murió tras librar una batalla durante años contra la misma enfermedad que derrotó a su padre y sus tres hermanos: un melanoma que se había extendido al hígado y al cerebro.
Considerado uno de los líderes más progresistas que ha tenido Estados Unidos, Carter vio reducido su mandato a cuatro años (1977-1981) por culpa de la crisis de los rehenes estadounidenses en Irán, un episodio que hirió profundamente la moral del país y provocó que los más conservadores lo etiquetaran para siempre como un mandatario débil.
El tiempo puso las cosas en su lugar y su presidencia pasó a ser considerada de forma positiva, hasta el punto de que logró el Nobel de la Paz en 2002.
«Mi vida después de la Casa Blanca ha sido la más gratificante para mí», admitió Carter en una rueda de prensa en agosto de 2015.
Ambicioso, competitivo y con un fuerte sentido de la moral, Carter marcó un nuevo estándar para la vida después de la presidencia, al usar su capital político para seguir influyendo en la vida pública del país y generar cambios en el mundo.
Su inseparable esposa Rosalynn, con la que estuvo casado 69 años, recuerda que Carter la despertó una noche de 1982 y le dijo: «Tenemos que inventar un lugar como Camp David», la residencia presidencial donde él negoció la paz entre Israel y Egipto en 1978.
Unos meses después nacía el Centro Carter, que lucha contra los conflictos, la pobreza, las enfermedades y el hambre en el mundo.
«Lo que queríamos hacer Rosalynn y yo era llenar vacíos, resolver problemas que otros no querían o no podían afrontar», explicó Carter en una entrevista con la revista Rolling Stone en 2011.