LAGUNA DE VOCES
Lo más lejano que puede conocerse del Universo ya está muerto. La luz que llega en la noche es el último aliento de muchas estrellas, que incluso antes que la tierra se poblara con seres humanos, salió presurosa para presentarse en el cielo. Así que el firmamento es un cementerio lúgubre, triste, recuerdos de algo que fue pero hoy ya no existe. Miramos cadáveres sin saberlo, y celebramos una vida que no lo es.
Se trata de soles más, mucho más grandes que el nuestro, que languidecerían si se pusieran al lado de gigantes, monstruos que al fallecer devoran lo que está a su lado.
Y sin embargo alumbran la esperanza de que algo puede existir (pudo existir es lo correcto) en ese lejano mar plagado de peces difuntos. Las estrellas tiene esa particularidad de hacernos albergar la fe en la muerte después de la vida, porque ellas mismas son una muestra de que las cosas ocurren de esa forma.
De tal modo que no podemos regalar ningún lucero a la persona que amamos, porque resultaría un engaño, ya que lo inexistente no se puede dar como presente. Si acaso el recuerdo de lo que fue, puede envolverse en papel celofán y ser entregado en las manos de quien confía en el tiempo como bálsamo para la impaciencia.
Pero buena parte de la bóveda celeste está tapizado de cadáveres con todo y lo brillantes que se miren, y eso tal vez debiera entristecernos pero no es así, porque llevamos en el alma una voluntad calamitosa por hacernos parte de lo que se esfuma, se extingue apenas lo tocamos.
Y más que eso tiene que ver en el cielo, que los destinos se cumplieron en una estrella que existió a quién sabe cuántos años luz de distancia, y un día previsto matemáticamente se extinguió, se apagó y lanzó su último resuello para fortuna nuestra que la miramos en la noche que alzamos la cara, y pusimos los ojos en el adiós más fastuoso del Universo.
Por naturaleza caminamos con prisa al final, pero hay muchas luces que son inspiración para hacerlo con amor a cada paso que damos; para dar valor al simple gusto de mirar la lluvia, sentirla, paladear la singular frescura de las gotas. Hay personas que iluminan con su voluntad de vivir el amargo gusto de los que carecen de esa voluntad, ese don de nacimiento.
A todos nos abriga la mirada de quienes saben ver la existencia humana como un regalo precioso; nos cuida del frío de la nostalgia, nos lleva a pensar que el firmamento es vivo por los recuerdos, por lo que haya sucedido antes que esa estrella a quién sabe cuántos años luz se apagara. Seguro fue brillante como pocas, ilusión de viejos poetas que vivieron en la Tierra cuando apenas se asomaba con curiosidad en el espacio.
Nada hará que cambie esa vocación plena para animar la vida de esas personas únicas, bendecidas por la esperanza. Nada, porque siempre fue su misión, a ojos de propios y extraños, dar serena esperanza de que no somos juego de un niño Dios, sino sueño, el más importante que ha tenido en toda su existencia de ser quien construye el Universo.
Y así, con esa nueva forma de ver las cosas, uno se puede asomar al cielo y verá sin duda las mismas luces que pueden ser, cierto, el último resuello del lucero que murió; pero será, sin embargo, una sincera esperanza en que la fe nos lleve de la mano en la eterna búsqueda del primer aliento mágico.
Así el cielo nocturno nos mostrará un mar de estrellas que trascendieron a ellas mismas, al que mira, al que espera, al que tiene esperanza.
Mil gracias, hasta mañana.
@JavierEPeralta