ENTRE LINEAS
Hay realidades que duelen tanto que se prefiere no verlas, no escucharlas, menos aún vivirlas… pero un hindú sabio –Gandhi- dijo con gran acierto: “Más atroz que las cosas malas de la gente mala, es el silencio de la gente buena.”
Por ello, callar nunca será la solución y menos la ayuda para quienes sufren la “esclavitud moderna” o mejor conocida como trata de personas (antes “trata de blancas”).
Esta pandemia “invisible”, denominada así por la Organización de las Naciones Unidas, la viven 40 millones de personas en el mundo. Al respecto, hay tratados internacionales, leyes, protocolos y hasta un día mundial, pero no ha sido el motor suficiente para erradicarla, de ahí que se requiere cohesión social -una sociedad unida, solidaria y comprometida- para combatirla, sancionarla y eliminarla.
Para resolver el problema, primero, hay que conocerlo, identificar las posibles soluciones, determinar las más eficaces y ejecutarlas.
En ese orden de ideas, es necesario entender que la trata de personas, (que es un delito) se refiere a las múltiples formas de explotación de una persona (esclavitud, servidumbre, prostitución, trabajos forzados, explotación laboral, mendicidad forzosa [pedir limosna o caridad], utilizar a menores para delinquir, adopción ilegal de menores, matrimonio forzoso, tráfico de órganos, experimentación biomédica ilícita en humanos).
Por ejemplo, historias cotidianas de campesinos explotados con jornadas de trabajo excesivas y en condiciones inhumanas, menores distribuyendo droga, de nacionales -extranjeras, incluso-, menores utilizadas para prostituirse en centros de diversión masculina, menores indígenas forzadas a casarse con hombres mayores, personas pidiendo limosna con menores de edad ante las inclemencias en los cruceros, entrega de menores a personas que no pueden procrear y homicidios de personas a quienes se les extraen los órganos, son las más recurrentes.
Por ello es necesario, primeramente, detectar a las personas o grupos que se benefician económicamente con dicha explotación, quienes, dicho sea de paso, pueden ser sancionados con hasta 40 años de prisión (según el delito que se trate), y denunciarlos.
En consecuencia, la protección que el Estado brinda a las víctimas y ofendidos (familiares, dependientes económicos u otros con los que la víctima tenga relación) por tales delitos, también se hace extensiva a los denunciantes y testigos que intervienen en los procedimientos penales desahogados, otorgándoles medidas de protección para afrontar los riesgos ante los grupos de delincuencia organizada, incluso trasnacional.
Protección que se hace consistir en: alojamiento adecuado, atención jurídica, médica y psicológica, acceso a la educación, capacitación y oportunidades de empleo, reubicación y cambio de identidad, que solventa el Fondo creado para tales efectos con los recursos necesarios para cubrirlos.
Por tanto, no nos conformemos con ver, escuchar o vivir esas trágicas historias, con tolerar esa “esclavitud moderna” que es la pandemia que vulnera la libertad y dignidad de miles de personas desde principios del siglo pasado a nivel internacional, porque lo contrario a la valentía no es la cobardía (de no denunciar) sino la conformidad e indiferencia ante dichas realidades.