Por el derecho a existir
En algún punto de la vida, el hambre se encontró con el pan, la sed con el agua, y la necesidad de ingresos con la posibilidad de trabajar. Así fue como se tejió una complicidad entre dos mujeres: una sororidad silenciosa, profunda, tejida con hilos de resistencia, ternura y dignidad. Lolita no fue solo compañera de trabajo, fue sostén, fue abrigo, fue hogar.
Ambas jefas de familia, ambas atravesadas por circunstancias complejas que les cambiaron la vida sin pedir permiso. Mujeres que, sin más opción que seguir adelante, aprendieron a caminar juntas por los bordes de la crisis: económica, emocional, social. Cada una con su estilo en la cocina, con su sazón particular, con su forma de cuidar y de estar, con sus encuentros y desencuentros.
Mientras una salía cada día a enfrentar el mundo, a buscar el sustento, a lidiar con las adversidades que deja una viudez y cuentas por pagar, Lolita, quien también luchaba por la sobrevivencia diaria, cubría el frente, haciendo de ese espacio un refugio seguro. Ella cuidaba, alimentaba, escuchaba. Se hacía cargo de las criaturas, era una alianza silenciosa entre ambas, tejieron una red para sostener, sostenerse.
Lolita tenía que dejar a sus hijos e hija cada mañana, con el corazón apretado, esperando volver a verlos hasta que el sol ya se había escondido. Entre guisos, trastes y atención, procuraba llenar estómagos, pero también corazones. Guiaba, cuidaba, acompañaba, protegía a los no propios a veces con el pesar de no saber si sus pequeños habían hecho ya sus tareas. Hacía todo eso que no se paga con dinero, porque no hay salario que alcance para retribuir el amor, la entrega, la presencia, los consejos e incluso los regaños.
Pero su jornada no terminaba ahí. Como tantas mujeres, vivía la doble jornada: trabajaba fuera de casa para sostener económicamente a su familia, y al volver, comenzaba la segunda jornada, la del hogar. Cocinar, limpiar, revisar tareas, escuchar penas, atender enfermedades, consolar llantos. Y muchas veces, también la tercera jornada: la emocional, la invisible, la que implica sostenerse a sí misma, contener el miedo, la tristeza, la frustración, sin que nadie lo note. Porque hay que seguir, porque hay que estar bien para que los demás estén bien.
Lolita es muchas mujeres. Es todas las mujeres que, día a día, hacen renuncias para proveer. Renuncias de afectos, de tiempo, de descanso, de cuidado propio. Mujeres que sostienen familias, comunidades, espacios de trabajo, sin que su esfuerzo sea reconocido como merece. Mujeres que, como ella, han hecho del trabajo una forma de amor. Que han hecho del amor una forma de resistencia.
Esta columna es un homenaje. A Lolita, sí, pero también a todas las mujeres que como ella han sido el pilar invisible de tantas historias. Como la mía, porque sin Lolita, hoy no podría escribir estas palabras. Que han cocinado, limpiado, cuidado, escuchado, acompañado. Que han hecho posible que otros y otras puedan vivir, estudiar, crecer, soñar.
Gracias, Lolita. Por todo lo que eres, por todo lo que haces.