PEDAZOS DE VIDA
La primera helada cayó en otoño de aquel año, el frío se extendió y se hizo más crudo durante el invierno, Julián avanzaba por el camino de terracería hacia la vieja casa de sus padres. Llevaba varias bolsas con regalos, ropa nueva, perfumes, chocolates de los que prefería su madre, y una cobija roja para el nuevo bebé de su hermana.
Habían pasado diez años desde que dijo que se “iba a trabajar a los Estados Unidos” y cinco años desde que huyó sin mirar atrás, pasó dos años en el exilio mientras su familia creía que seguía en los campos de fresa del gabacho, trabajando como jornalero para ganar y guardar dinero para un día regresar.
Sin embargo, nunca llegó a los Estados Unidos, nunca pisó tierra americana, había sido halcón, chofer, vigilante y finalmente encargado de entregas para un cártel regional. Era joven pero muy astuto pero un día fue enviado a recoger un cargamento que nunca llegó. Alguien lo había delatado; lo habían puesto como el responsable de la pérdida. Una trampa perfecta.
—Si me quedo, me matan —pensó entonces.
Y corrió. Cambió de nombre, de estado, de rutina. Un fantasma entre obreros migrantes, jornaleros y camioneros. Nunca regresó porque creía que al hacerlo llevaría la desgracia consigo. Pero el miedo se apagó en el transcurso de los meses, así que decidió visitar a la familia, dos años habían sido suficientes para borrar su rastro y tres para comenzar una nueva vida, ahora era tiempo de ir a casa a disfrutar como paisano que regresa del norte, a la familia.
La casa apareció entre los árboles, ya no estaba la vieja cerca de madera podrida, ahora tenía barda perimetral y zaguán de los buenos, los perros ladraron, alcanzaron su camioneta, el viejo Milo aún estaba con vida, pero ya no tenía la vitalidad con la que lo había dejado años atrás, siendo prácticamente un cachorro.
El zaguán estaba abierto, al fondo las luces de la casa dejaban de ser luciérnagas para convertirse poco a poco en farolas que su madre siempre había querido…
—Seguro mamá preparó ponche —pensó.
Empujó la puerta y recibió un silencio inesperado. No había risas, ni voces, sólo el olor a comida acompañada de un frío extraño. La sala estaba en penumbra y, al fondo, una luz tenue parpadeaba desde el cuarto del bebé.
La casa estaba revuelta, como si un viento violento hubiera quebrado todo. Una silla caída. Una taza rota. Sus pasos resonaron en el suelo vacío.
Su mente intentó negar lo evidente: toda su familia estaba tendida, inmóvil, sin vida, como si el tiempo se hubiera detenido alrededor de ellos. No hubo sangre a la vista, pero sí una certeza devastadora: los habían encontrado primero a ellos. El cartel no olvidaba. Nunca. Julián sintió que el corazón se le comprimía mientras el aire le faltaba y el grito que debía salir se le iba para adentro…
Entonces oyó un llanto breve, agudo. El llanto de un bebé. El pequeño estaba en la cuna, con el rostro enrojecido y las manitas agitadas. Julián corrió hacia él, lo tomó con cuidado y lo apretó contra su pecho. El niño se calmó un poco, aferrándose a su camisa.
Junto a la cuna, vio unas letras torcidas escritas en la pared con carbón. Un mensaje breve:
“Así paga el que traiciona.”
Se desplomó, sosteniendo al bebé como si se tratara del último pedazo de mundo que no se había derrumbado. Se levantó, lo arropó con la cobija roja y cruzó la puerta sin mirar atrás, esta vez no estaba huyendo, en su cabeza no había una huida sino más bien el instinto de querer proteger lo poco que le quedaba de vida, no en su cuerpo sino en el bebé.


