POR EL DERECHO A EXISTIR
Cada año, al acercarse el Día de Muertos, nuestras ciudades se transforman en un vibrante homenaje a la vida y a la muerte. En este contexto, el copal y el cempasúchil se convierten en protagonistas de un ritual que trasciende el simple acto de recordar; se convierten en puentes hacia aquellos que han partido. La fragancia del copal, que se eleva al cielo, y el colorido del cempasúchil, que adorna nuestras ofrendas, nos recuerdan que la muerte no es un final, sino un ciclo de memoria y amor.
En nuestra cultura, la muerte es un elemento intrínseco de la vida. No la tememos, sino que la abrazamos, entendiendo que cada recuerdo que atesoramos es una chispa que mantiene viva la esencia de nuestros seres queridos. En estos días, nuestros hogares se llenan de fotografías, platillos tradicionales y objetos que evocan anécdotas compartidas, las risas, los juegos, las palabras dichas y las no dichas. Estas fechas son un acto de resistencia emocional, donde el llanto se mezcla con la risa, y el duelo se transforma en celebración.
Esta dualidad es un testimonio de nuestra humanidad. Vivimos en un mundo que a menudo trata de borrar la muerte de su narrativa, escondiéndola detrás de la prisa y la superficialidad. Sin embargo, el Día de Muertos nos invita a enfrentarla con valentía y a dialogar con ella. Nos enseña que es posible honrar el sufrimiento sin que este nos consuma, y que el amor puede trascender incluso la barrera más definitiva.
Además, en un contexto contemporáneo, donde la muerte parece ser un tema tabú, el Día de Muertos se erige como una oportunidad para reflexionar sobre nuestras propias vidas. Nos invita a cuestionar qué legados queremos dejar, cómo queremos ser recordados y, sobre todo, a valorar cada momento que compartimos con nuestros seres queridos. Al encender una vela o al colocar una flor, estamos, en esencia, agradeciendo por la vida y el amor que hemos experimentado.
Más aún, nos debe llevar a un proceso de solidaridad, con aquellas muertes en el anonimato, con aquellas madres que buscan, a sus desaparecidos, estos días nos deben permitir dar paso al consuelo, a la efervescencia, el clamor a la conjunción de sentimientos encontrados.
En un mundo cada vez más globalizado, es esencial preservar y compartir estas tradiciones. La riqueza cultural del Día de Muertos no solo enriquece nuestras comunidades, sino que también ofrece una lección al resto del mundo y además es una convocatoria a la solidaridad. En México, la muerte y la vida son parte de un mismo ciclo. Celebrar a los muertos es celebrar la vida misma, una vida llena de sabores, recuerdos y, sobre todo, amor.
Así, mientras el copal se quema y el cempasúchil brilla, recordemos que nuestras memorias son eternas. Que cada día es una oportunidad para vivir plenamente, para amar intensamente y, cuando llegue el momento, para dejar una huella que perdure. En el abrazo entre el llanto y la alegría, encontramos la esencia de lo que significa ser humano.