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El bello encanto de la luna 

Oscar Raúl Pérez Cabrera
4 Min de Lectura
Ilustrativa

PEDAZOS DE VIDA

La tenue lluvia dejó un rastro de tierra mojada, un aroma necesario tras la implacable sequía que se vivía en la región. La fogata había disminuido su calor, pero no alcanzó a ser apagada por la lluvia, en cuanto el fuego agarró fuerza, el humo que advertía su posible extinción comenzaba a desaparecer tras la combustión de los propios gases emanados por la leña de encino ocupada para calentar el agua necesaria para el baño. 

Un baño con agua de hierbas, con romero, manzanilla y menta, entre otras, fue lo indicado por la señora de las hierbas y remedios del mercado, un baño de hierbas pero recomendado casi en un susurro “bajo la luz de la luna…”. El tiempo aconsejado llegó y con ella la preparación del agua; sin embargo, todo el ritual había sido interrumpido por las nubes que cayeron en la región para dejar en un cielo limpio, la luz de la luna y el titilar de algunas estrellas. 

La poca lluvia calmó el bochorno de la tarde pero no llegó a enfriar por completo la tierra, el aire se había ido y el fuego se reavivaba en la esquina donde usualmente se prendía la leña para calentar el agua, preparar algunos alimentos o poner el nixtamal (esto ya no sucedía),  cada día se acercaba al desuso esa parte del patio, cada vez se usaba menos el fogón. Desde que murió la abuela, el patio de la casa no volvió a oler más a tortillas recién hechas. El techo de la cocinita se vino abajo y solo quedó ese espacio que aún sirve para prender la lumbre. 

Una vez caliente al agua, soltó las hierbas recomendadas, puso la tapa y dejó que reposaran alrededor de 15 minutos, mientras sus ojos se clavaron en el fuego, la llamas hipnotizaron su visión y atrajeron algunos recuerdos, de pronto, como si alguien rompiera el hechizo, la mujer levantó la mirada al cielo y ahí estaba esa bella luna, la que la señora de las hierbas le había prometido…

Se desnudó en medio del patio, destapó la cubeta y comenzó a mojarse con la preparación. La luna comenzó a reflejarse en los chorros del agua, en las gotas que se estrellaban con el piso, en el cuerpo de efímera cascada nacida al contacto del agua con la cabeza, misma que recorría el cuerpo encorvado. La luna comenzó a cobijarla, el cuerpo convertido en espejo hizo que la luna se mirara sobre su piel. 

Poco a poco los males comenzaron a salir, las lágrimas, el llanto y la propia orina ayudaron a sentir alivio, por fin se había logrado librar de aquellos males, de aquellos pesares y de aquellos sentimientos que le oprimían el pecho. Tras acabarse el agua, un aullido potente se dejó escuchar. Los perros comenzaron a ladrar y la quietud que había prometido aquella noche quedó rota con el macabro suceso, aquel suceso que sólo puede generar el bello encanto de la luna.

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