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sábado, junio 14, 2025

Divorcio público

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DE FICCCIONES Y FIGURACIONES

«Cuando avanzan de la mano las humanidades, las tecnologías

y el saber científico, alcanzamos mayores progresos».

Irene Vallejo

Aquella tristísima tarde en la que el magnate Donald Trump y el aún más magnate Elon Musk firmaron el divorcio ante la perpleja mirada del mundo, leí un extraordinario ensayo sobre otro tipo de separaciones. Se trata del discurso Los sueños de mis fantasmas, de la que considero una de las plumas más coherentes y brillantes de la literatura actual en español.

En este textito, Irene Vallejo dedica su reflexión y palabras a dar forma a la lucha histórica de las mujeres por acceder a espacios universitarios, al tiempo que sostiene la bandera intelectual que ha ondeado desde siempre: su esfuerzo inagotable por derribar la pared que separa la ciencia de las humanidades. Entre muros y científicos, este libro me llevó a reflexionar sobre la extraña relación de ese narcisista estadounidense obsesionado con levantar barreras y aquel multimillonario adicto a la ketamina que busca romper la barrera de gravedad para ir a poblar Marte.

Trato de reconciliar estos temas en apariencia inconexos porque la fractura entre el presidente estadounidense y el hombre más rico del mundo puede entenderse como la consecuencia más visible de aquello que propone Vallejo: una ciencia sin humanidad, un poder sin sabiduría. El ridículo pleito es además un performance de la decadencia del mundo occidental que vale la pena analizar. Creo yo.

Antes de ser el millonario más millonario entre los millonarios, Musk era originalmente un físico-economista nacido en Sudáfrica que soñaba con imposibles. Hoy sus empresas —Tesla, SpaceX, Neuralink— representan la promesa tecnológica más ambiciosa, cuasi-religiosa: sus creaciones tecnológicas como la salvación de la humanidad. Trump, por su parte, es hijo de un hombre rico que, a su vez, fue hijo de un inmigrante rico, que hizo más rico y poderoso su imperio gracias a la especulación inmobiliaria y la sobreexposición mediática. Uno encarna el dinero sin alma; el otro, la demagogia sin sustancia. Y ambos lideran el mundo occidental porque representan eso que nos dicen que es o debe ser «El Éxito».

Este divorcio público ilustra la fractura que Vallejo denuncia. Musk, un científico loco que perdió el sentido de humanidad, reduce la complejidad social a algoritmos, bautiza a sus hijos con las últimas tres letras del alfabeto y construye cohetes que explotan en el cielo. Trump, el político bravo y bravucón que desprecia el conocimiento y convierte el Gobierno del Imperio Gringo en un espectáculo. Los dos representan la dicotomía de nuestros tristes tiempos: el divorcio entre el progreso técnico y el progreso humano.

El mundo es liderado por hombres y mujeres —más hombres que mujeres— que parecen haber olvidado la esencia de la humanidad. Somos seres de mucha ciencia, de mucha universidad, de mucho dizque conocimiento, pero carecemos de lo esencial: la capacidad de integrar el avance científico en la comprensión profunda de lo que significa ser humanos.

En mi análisis somero de la realidad geopolítica, pienso que estamos machucados en una bisagra histórica. El mundo occidental está transitando por un océano espeso en el que se está hundiendo lentamente el globalismo, es decir, aquello que surgió después del fin de la Guerra Fría, a principios de los noventa del siglo XX. Y a nosotros, como náufragos del Titanic de James Cameron, nos toca ver hundirse el gran navío a lo lejos, iluminados con lámparas de plató, apiñados en las balsas de rescate. ¡Sálvese quien pueda!

Inmersos en esta transición –en este naufragio–, estamos sufriendo cambios profundos en el sistema de organización mundial. Los liderazgos son estúpidos y populistas: prometen resolver todo como con varitas mágicas, apelan a los sentimientos en vez de la razón y gritan, gritan y gritan, porque el juego ahora se trata de llamar la atención —eso nos enseñan las redes sociales.

El pegamento de esos gritos, de los discursos contemporáneos, es el sospechosismo. Sospechamos del vecino, de la pareja, del amante, del presidente, del expresidente, de las farmacéuticas, de lo que dicen los medios, de lo que confirma la ciencia y de lo que propugna la religión. Sospechamos de todo porque nada parece tener sentido. De este modo han resurgido ideas brutas que parecían extintas y, por extintas, superadas, desde el siglo XVIII. Como que la Tierra es plana o que las vacunas son del diablo, por citar dos estupideces muy bien viralizadas y, en algunos contextos, formalmente institucionalizadas. El caso del secretario de Salud de Estados Unidos, Robert F. Kennedy Jr., es un ridículo ejemplo de esto último.

Los liderazgos como el de señor Trump o el de don Musk son el síntoma de una sociedad atrapada en un espectáculo infinito. Sospechosistas, populistas, emocionales, berrinchudos y alejados de un humanismo que no le caería nada mal a este momento de la historia, este par de desgraciados mueve el timón de la sociedad occidental siguiendo la vieja fórmula de Psicología de las masas de Gustave Le Bon: estimular los impulsos antes que la razón. Mientras tanto, la sociedad del mundo está huérfana pero viendo un entretenido programa de televisión.

Para no caer en fatalismos, quizás en este divorcio público se esconde una oportunidad. En tiempos complejos es cuando surgen las mejores ideas, los mejores artistas, los mejores pensadores. ¿Que no? 

El divorcio Trump-Musk nos invita a reflexionar sobre los tristes liderazgos del siglo XXI, un reto que necesita reconciliar ciencia y humanidades, técnica y sabiduría. Su separación ruidosa nos obliga a preguntarnos: ¿qué tipo de liderazgo necesitamos hoy en día? ¿Cómo podemos construir un futuro que no sea ni la distopía de Musk ni el circo vulgar de Trump? ¿Es posible? Primero hay que esperar a que esto termine por destruirse, por separarse, y que los pedazos se asienten para entender el nuevo panorama.

¿Qué nos dejarán los grandes divorcios de estas décadas? Quizás algo más que una pensión alimenticia. Tal vez, en unos años, la posibilidad de volver a juntar lo que nunca debió separarse: la cabeza y el corazón, la ciencia y las humanidades, el poder y la sabiduría. Y ahora sí: hasta que la muerte los separe.

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