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martes, septiembre 16, 2025

Crónica en Chicago

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ESPEJOS DE LA REALIDAD

“Quizá, después de todo, pertenecer sea dejarse sostener por las miradas que uno recoge en el camino”

—Disculpe, ¿dónde está el área de enlatados?
—Por aquí, señorita.

—¿Me da unos bisteces de pollo?
—Sí, señorita, ¿cuántos quiere?

—¿Y ya tienen mucho tiempo por aquí?
—Uy sí, niña, hace como cuatro años que no regreso.

—Vente mañana, tenemos clase de zumba a las nueve. Así te presentamos a las demás.
—Muchas gracias, Lupita. Y si saben de algún lugar donde renten, se los agradezco.

En mi segundo día en Chicago todo me abrumaba. Lo sentí desde la mañana, con el café: le puse un minuto treinta, como siempre, pero este microondas calienta más. Descubrí que aquí necesito dos sobrecitos de stevia para endulzarlo. También que, aunque duela el bolsillo, la propina mínima es de 15% en todos los restaurantes.

Caminar es, creo, la mejor manera de conocer un lugar. En Rogers Park los árboles dan abrazos de oso, de esos que me gusta dar: absorbentes. Basta mirar al cielo para encontrarse con miles de hojas en tonos verdes y amarillos, parpadeando como ojos de miel que te guiñan. Uno no puede más que sonrojarse.

El downtown de Chicago es otra cosa. La primera vez que lo vi de noche, con la luna llena amarilla, entendí por qué tantas historias suceden aquí. Yo pensaba que era un mito eso de enamorarse de una ciudad. Ahora sé que es verdad: hay lugares que se vuelven de uno. Sin saberlo, me enteré que Sandra Cisneros escribió The House on Mango Street en esta misma calle: Paulina Street. Ella vivía al sur, yo ahora vivo al norte.

Este vecindario está tejido por inmigrantes: miles de voces que llegaron de alguna parte y se quedaron. Voces que se cruzan en la carnicería, en el zumba, en la banqueta. Voces que construyen, poco a poco, la música de un lugar nuevo. Y mientras las escucho, pienso que quizás habitar una ciudad no es tanto cuestión de mapas, sino de conversaciones que suceden si uno está dispuesto a iniciarlas. A preguntar con cariño: ¿de dónde vienes?, ¿cómo te llamas?, ¿con qué te ayudo?

Debería ser obligación mirarnos a los ojos cuando hablemos, acariciar con la mirada al que tenemos enfrente. Porque sólo así puedo recordar que también yo llegué buscando apoyo, que no soy distinta de quienes me reciben con un ‘buenos días’. Quizá, después de todo, pertenecer sea dejarse sostener por las miradas que uno recoge en el camino. 

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