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domingo, septiembre 14, 2025

Ciudad del Caos

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES


«Somos tantos en la Ciudad de México que el pensamiento

más excéntrico es compartido por millones.»

Carlos Monsiváis

Es duro darse cuenta de que somos muchos: basta con pararse en la entrada de la estación Cuatro Caminos del metro de la Ciudad de México en hora pico, o detenerse un instante en Periférico para ser devorado por un mar de gente.

Los especialistas llaman a esta sensación enoclofobia: el miedo a las multitudes. Se siente en la piel, en los huesos, en las vísceras. Es parecido al vértigo: una incomodidad punzante que se aloja en el centro de la panza, en la boca del estómago.

Pero la ciudad exige acostumbrarse al masoquismo. Los capitalinos hemos convertido el sufrimiento en rutina diaria.

Cada día nos imponemos a la tortura de pasar horas hacinados dentro de una caja metálica que se mueve a menos de 10 kilómetros por hora. Ya sea en auto individual o en transporte público, intercambiamos nuestro tiempo por el privilegio de avanzar unas cuantas cuadras. Junto a las tortas de tamal, el tráfico –la muchagente– es parte de la idiosincrasia citadina: la urgencia estática como norma, el movimiento continuo como único privilegio de quienes tienen helicóptero.

El Índice de Tráfico TomTom 2024, confirmó lo que ya sabíamos: somos la ciudad más congestionada del mundo, con 52 por ciento más de tiempo del necesario dentro de un medio de transporte. Las razones de esta tortura son conocidas: eventos imprevistos, crecimiento urbano acelerado, infraestructura insuficiente. 

Décadas de decisiones urbanísticas crearon este monstruo que ahora nos come las horas. Seguimos creciendo hacia arriba y hacia los lados, pero las arterias de la ciudad conservan el mismo grosor que tenían cuando éramos la mitad.

Si careces de auto —porque no puedes comprarlo o porque entiendes que a esta ciudad ya no le cabe uno más— queda el transporte colectivo. Para meterte al Metro en hora pico necesitas un dios o, en su defecto, inventarte uno. Una persignada y órale: a bajar las escaleras hacia el Inframundo anaranjado.

Ahí abajo, la humanidad se condensa en su expresión más cruda. Para entrar al vagón hay que caminar al ritmo ajeno y aceptar lo que los filósofos llaman alteridad: el otro te empuja, te señala, te vende, te canta, te pide, te baila, te roba, te arrastra a su ritmo. En el Metro debes mentalizarte a que harán contigo lo que el prójimo desee. No por nada en el 2000 tuvieron que abrir vagones exclusivos para mujeres.

Una vez en la estación, esperas entre la muchedumbre apiñada y acalorada, como en un sauna masivo. Cuando llega el tren, mandas al carajo toda norma escrita y tratas de meter el cuerpo donde ya no cabe ni un alfiler. Todo ese sacrificio para llegar a un mentado lugar. Ni Ulises se enfrentó a tanto.

Llevamos décadas quemándonos en estas calles de fuego que alguna vez fueron ríos de agua. Hemos alimentado con nuestra paciencia y nuestros años un sistema que reduce al mínimo nuestra calidad de vida. 

Mientras tanto, seguimos reproduciéndonos, expandiendo la mancha urbana, multiplicando el problema sin escuchar una solución viable para una civilización fundada en la incivilización.

Es duro darse cuenta de que somos muchos. Más difícil aún es sobrevivir en la ciudad del caos.

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