PEDAZOS DE VIDA
La noche del año viejo la encontró sola, sentada en una silla de plástico en el patio de su casa, frente al anafre en el que se terminaba de quemar el carbón en el que la familia de arriba había cocinado el ponche. No había cena, no había uvas, no había nada más que su viejo radio, de ahí emanaban las notas de nostalgia que traen las canciones que “sí tienen letras bonitas”.
El frío seco de enero mordió los nudillos. Cuando el locutor anunció los números del sorteo, ella apenas levantó la vista. Había comprado el boleto por costumbre, lanzó una moneda a un pozo sin creer en los deseos, con la inercia que le había heredado su padre.
Leyó una vez. Luego otra. Las manos comenzaron a temblarle cuando comprendió que el orden no cambiaba, que los números seguían ahí, quietos, exactos, inamovibles. No gritó. No lloró. Cerró los ojos y pensó, con una calma que la sorprendió, que al fin podría respirar sin miedo.
El dinero llegó como llegan las tormentas: rápido, mostrando todo lo que estaba oculto y arrastrando sentimientos de todas las personas alrededor, al principio fueron llamadas tímidas, mensajes corteses de parientes que hacía años no preguntaban por su salud. Primos lejanos, tíos que nunca la defendieron cuando fue señalada, hermanos que la dejaron sola cuando pidió ayuda para pagar su operación, una renta atrasada y el funeral de su marido.
Ella escuchaba en silencio. Mientras por su mente como quién mira una película en el cine, trascurrían cada una de las palabras y actos con las que fue humillada, las veces que la llamaron exagerada, dramática, inútil y lo peor de todo “loca”, esa palabra que lastimaba en lo más profundo su corazón.
Recordó todas las veces que regresó a casa con las manos vacías, el orgullo hecho trizas, y con la pena que comenzaba a hacerse costumbre en el alma. Pero ahora todo fue diferente, los recuerdos en los otros parecían haberse distorsionado “acuérdese esa vez que la ayudé”, “esa vez que le di un poco de dinero y no se lo presté se lo di por buena gente”… No podía creer todo el cinismo y las mentiras que decían solo para intentar quedar bien, como si ella fuera estúpida o no hubiera vivido todo lo contrario a los recuerdos de ellos.
Cuando empezó a decir que no, el tono de esos chacales cambió. El cariño se volvió reproche. La comprensión, chantaje. “El dinero te cambió”, “te crees más que nosotros”, “eres egoísta”, “todo el dinero no te lo vas a acabar, para qué quieres tanto…”.
En las reuniones familiares su nombre empezó a pronunciarse con cuidado, ya no era la que tuvo suerte, sino la que se negó a ayudar. La mala. La ingrata. La soberbia. Algunos incluso inventaron historias para justificar su enojo: que había olvidado de dónde venía, que el dinero le había secado el corazón.
Pero en la quietud de su casa nueva, ella permanecía tranquila. Por primera vez no contaba monedas ni hacía cálculos imposibles, escuchaba junto a su chimenea, la radio, el sorteo de fin de año, una vez más, no por avaricia, no por desear tener más, sino por costumbre, con la inercia que le había heredado su padre.


