LAGUNA DE VOCES
A veces es lo único que se puede conservar: la música, una canción que tarareaba, una melodía que de repente inundó el restaurante, el café, el paseo por las calles de una ciudad que se iluminó con su sonrisa, y la eternidad como pasaporte a la memoria, donde habitarán, detalle a detalle, los fragmentos que construirán el tiempo que sobra a los difuntos para repasar su paso por la vida. Allá es asunto de todos los días, mirarlos prendados de un instante por años, por siglos, a los que festejaron una sola vez su existencia: plagada de tragedias, de tristezas y motivos para apurar el paso a una nueva oportunidad, que nunca existió durante su estancia en el lugar a donde fueron a parar. Pero basta un instante, único, a lo mejor diminuto, cuando se desató la ilusión, la esperanza, para construir y reconstruir, por los siglos de los siglos, su muy personal historia de lo que fue, no fue, pero se quedó atesorado en sus huesos, sus ojos desaparecidos de calavera que sonríe y pareciera llorar de felicidad.
Basta un instante para tener la vocación por la eternidad, y eternidad es la única garantía de que el polvo del que fue, logre volver a crecer en las semillas del árbol, de la planta, del humano que se ve de nueva cuenta en los lugares, el lugar donde saboreó el esplendor de saberse más que simple piel, astillas y sangre. “Somos más de lo que vemos, de lo que tocamos, de lo que creemos”, dirá todo el tiempo, el tiempo que se mide en miles de años, millones tal vez.
Por eso es deber anotar la música, la canción, la melodía. Apuntarla con cincel de tinta indeleble, y repasar una y otra vez ese momento, único, vital, en que se descubre la felicidad que otorga el amor, el que se reconoce cierto porque marca los huesos que después se harán polvo, con diminutas señales que, si alguien se toma el tiempo de verlas al microscopio, darán cuenta del fugaz instante en que saboreó la necesaria alegría, la risa jubilosa, porque dio con el sentido de su vida, de su presencia en este mundo, en el otro, en donde sea que haya aparecido de repente, vestido de curiosidad y de inocencia.
Anota ese canturreo, esa cadencia del paisaje con la música. Guárdala con las instrucciones que siempre dan las calaveras que, antes de hacerse polvo, parece que miraran de nueva cuenta la felicidad única que regala amar la vida simple y efímera que es prestada. Calaveras que se ríen, no de burla, sino de festejo, porque se acordaron de lo que fueron y entonces, solo entonces, se disipan en el aire como remolino de tierra, sabedoras de que serán eternas, eternas al fin.
Mil gracias, hasta mañana.
@JavierEPeralta