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viernes, junio 6, 2025

Agua simple

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«Si el cerebro humano fuera tan simple que pudiéramos entenderlo,
nosotros seríamos tan simples que no lo entenderíamos».
Emerson Pugh

Servirse agua simple no tiene mucha ciencia. Se toma la jarra por el asa, se coloca el vaso sobre una superficie plana –de preferencia– y se vierte el líquido evitando rebasar los límites del espacio. Y ya, así nomás. En la era de fast-food, fast-fashion, fast-news, fast-entertainment, fast-relationships, fast-everything, se ha diluido la complejidad de los procesos hasta reducirla a esa rapidez de la que precisa la fast-culture. Hoy por hoy todo es tan fácil como saciar la sed en la cocina de su casa. Eso nos prometen los marketeros, influencers y políticos: «Porque haremos su vida más sencilla, usted está eligiendo simplemente lo mejor», nos venden todos sonrientes.

Mientras los problemas del mundo son sumamente complejos, buscamos soluciones rápidas, sencillas, que requieran de un esfuerzo mínimo, si no es que nulo. Esto lo camuflamos con términos como «progreso tecnológico», «avance científico» o simplemente «progreso».

En este sentido, actualmente progresar es preferir soluciones que puedan envasarse en tetrapack, que quepan en una píldora de Pfizer, en un celular Made in China, en una cajita de Amazon o en una Cajita Feliz de McDonald’s; soluciones que queden plasmadas en un libro de no más de 150 páginas (y si es el resumen en audiolibro, aún mejor), en un podcast de Spotify, en un video de Youtube, en un fragmento de TikTok, en un post de Instagram o en una pregunta a ChatGPT. No cabe duda de que hoy la vida es mucho más sencilla que antes –y se agradece la existencia de la ciencia– pero la falsa promesa de simplicidad puede volvérnosla muy compleja en los próximos años.

La pandemia de la Covid-19 redujo la velocidad del movimiento del fast-world. Nos han dicho que un chino comió un caldo de murciélago y pasó algo que los científicos llaman zoonosis –o sea que el virus pasó de un animal a un humano– y se esparció muy rápido; contagió a medio mundo (después al mundo entero) y tardaron un par de años en hallar una solución inyectable. En aquellos tiempos tuvimos que parar el planeta para entender algo que hoy ya olvidamos. La pandemia escribió mucho en la pizarra y nosotros anotamos muy poco en nuestras libretitas.

De acuerdo con Naciones Unidas, en 2022 la Tierra rebasó los ocho mil millones de humanos terrícolas. Nunca antes en la historia registrada se había tenido tal cantidad de seres pensantes luchando por mantenerse a flote en esta roca espacial flotante. Y, como es lógico, cuando hay mucha gente, hay muchos problemas.

Para 2045, más de 780 millones de personas padecerán diabetes (IDF, 2023); el cambio climático podría desplazar a 216 millones de seres humanos en 2050 (Banco Mundial, 2021); hay una pandemia de depresión que afecta a cerca de 280 millones de cerebros (OMS, 2023); la humanidad enfrenta crecientes crisis de agua potable (UNESCO, 2022); los océanos se atiborran de plásticos y otras estupideces que desechamos diariamente (UNESCO, 2023); la automatización amenaza con dejar sin empleo a entre 400 y 800 millones de trabajadores para 2030 (McKinsey, 2017), y las noticias falsas circulan seis veces más rápido que las verdaderas (MIT, 2018). Ante este panorama, ¿qué estamos haciendo? ¿Qué están haciendo quienes pueden hacer algo? Poner todas las esperanzas en la Máquina y sus delicias tecnológicas. Así de simple, como si se tratara de un nuevo dios con sus hostias, sus vinos y sus rezos.

Las máquinas surgieron hace siglos para eficientizar los procesos humanos; después pasaron a sustituir al humano en importantes etapas de esos procesos humanos; ahora, de acuerdo con los futurólogos, las máquinas buscan ser como humanos. O ser humanos. Vaya usted a saber.

La Máquina ya nos está arrebatando las palabras; ahora se dice que en algunas décadas nos sustituirá la conciencia –sea lo que sea que signifique esa palabra. Estas especulaciones parten de la simplificación de un concepto básico que realizó el padre de la Máquina Pensante, Alan Turing, en los años cincuenta del siglo pasado. El error de Turing fue reducir la definición de inteligencia a «la capacidad de resolver problemas». Por eso, hoy todo –o casi todo– puede presumir de ser «inteligente», pues todo –o casi todo– nos soluciona la vida, al grado de confundir la definición turingiana con la complejidad de la conciencia humana.

Pero no nos ahoguemos en un vaso de agua: de acuerdo con los neurocientíficos, conciencia significa estar alerta, autoconciencia es «ser consciente de que se es alguien que está alerta», mientras metaconciencia es tener «conciencia de que se tiene conciencia». Del otro lado del embrollo, la inconsciencia es estar dormido, anestesiado o bajo el efecto de una sustancia que sea capaz de alterar el sistema nervioso. Claro que simplifiqué este complejísimo tema. Una disculpa por ello, pero no tengo mucho tiempo. Voy corriendo y tengo que terminar este intento de columna al ritmo del fast-journalism.

De esta forma, no es ni será posible sustituir la conciencia porque las máquinas no piensan, no están alertas, no son conscientes. O al menos no por ahora, pues carecemos de la tecnología suficiente para computar la cantidad de información necesaria que se requiere para mapear el cerebro humano, entender cómo funciona la mente y crear un Frankenstein de metales y plásticos que ni siquiera Mary Shelley pudo imaginar. La próxima vez que alguien le venda maravillas simples, piénselo dos veces. Exija que respeten su inteligencia.

Yo sólo espero que no llegue pronto ese incómodo momento en el que podamos crear conciencias en laboratorios con la simplicidad de quien sirve agua en un vaso. Por cierto, ya me dio sed.

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