PIDO LA PALABRA
La incertidumbre es un sentimiento que a todos nos invade, a muchos paraliza, aunque a otros, los menos, los impulsa y motiva. En menor o mayor grado, pero la mayoría de los países en desarrollo vivimos invadidos por el temor al día siguiente; hoy nada es seguro, la estabilidad económica se tambalea ante la amenaza constante de una potencia que, con sus decisiones unilaterales, pone en jaque el destino de naciones enteras.
Las relaciones internacionales deben basarse en el respeto mutuo, en acuerdos justos que permitan el crecimiento de todos los actores, pero la realidad nos demuestra otra cosa. La imposición de aranceles y sanciones se ha convertido en un arma de dominación, en una herramienta utilizada por los países más ricos para someter a los más vulnerables. Hoy, el mensaje es claro: o te alineas a mis intereses o pagarás las consecuencias.
Gobiernos que intentan construir un futuro para sus pueblos se ven obligados a ceder ante la presión de quienes manejan los hilos del comercio global. Son amenazas disfrazadas de diplomacia, castigos económicos encubiertos bajo el manto de la legalidad internacional. Pero, en esencia, es lo de siempre: el poderoso imponiendo su voluntad al débil, como si la independencia de los países fuera solo un concepto vacío.
Hiere en serio sentir la angustia de los que más sufren estas medidas, de los trabajadores que ven sus empleos desaparecer porque una potencia lo decidió unilateralmente. Son familias enteras que ven truncadas sus oportunidades, los jóvenes que crecen con el miedo de que en su país nunca tendrán la posibilidad de desarrollarse por completo y ahora se encuentran una barrera de egoismo frente a ellos.
Los poderosos lo saben, conocen bien los efectos de sus decisiones, juegan con las economías como si fueran piezas de ajedrez, calculando cada movimiento para obtener más control, más riqueza, más influencia. Para ellos, es solo estrategia, para nosotros, es el futuro el que está en juego.
Pero agachar la cabeza no es opción. No podemos resignarnos a que el destino de nuestras naciones sea decidido en salas de juntas de países lejanos. No podemos aceptar que el crecimiento de nuestras economías dependa del capricho de quienes han hecho del chantaje una política de Estado. No podemos permitir que el miedo nos paralice y nos haga claudicar ante las amenazas.
El mundo ha cambiado, y los países en desarrollo también han aprendido a resistir. La unidad entre naciones vulnerables puede convertirse en la mejor defensa contra la imposición de medidas injustas. Apostar por la diversificación de mercados, fortalecer el comercio regional y buscar aliados que compartan los mismos valores es fundamental para evitar la dependencia absoluta de una sola economía.
Las amenazas arancelarias buscan dividirnos, generar caos y desesperanza. Pero la historia nos ha enseñado que los pueblos que se erigen con dignidad y determinación son los que terminan marcando el rumbo de su propio destino. No se trata de un desafío solo económico, sino de un asunto de soberanía, de dignidad nacional y de justicia global.
Por ello debemos dejar nuestros miedos y diferencias políticas para otra ocasión. Hoy, México nos necesitan unidos, con una visión clara de futuro, con una convicción firme de que el desarrollo no debe ser un privilegio de unos pocos, sino un derecho de todos.
Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.