LAGUNA DE VOCES
Abuelo era un hombre alto, de barba blanca, manos grandes y ojos muy tristes.
Algunos aseguran que el pasado regresa en los bisnietos, hasta convertirlos en la continuación de lo que fueron. Puede ser que sí sea, porque de tanto escuchar cómo caminaba y miraba el mundo; su real conexión con mundos diferentes a todos cuanto conocemos, me hace pensar que la única fórmula exacta para que no nos cargue el olvido, es sembrar en nuestros hijos la voluntad absoluta de creer en el recuerdo, como semilla para que germine la eternidad, o lo que cada quien desee entender lo que significa esa palabra.
Así que miramos el mundo con sus ojos, que fueron los del hijo, mi padre; así que siempre esperamos por eso que, por alguna razón, contenga los sucesos que nos toca vivir, a veces sufrir, otras simplemente mirar pasar. Porque buscar y encontrar la madeja de la existencia no es asunto de una sola generación, sino de muchas. Y no es que uno diga que las que ya se fueron ahí terminan. No. Lejos está la realidad de esa posibilidad, porque en muchos casos el pequeño hilo que trae la sorpresa por mirar la tarde, entristecerse sin ninguna razón, proviene más allá del abuelo, del bisabuelo.
Llega incluso hasta pasados incomprensibles, donde abundaba la certeza a secas, es decir con pocas razones, para creer en algo, por muy raro, descabellado o absurdo que sonara. Llegaron a llamarle fe, pero en realidad se nutrió de una voluntad férrea, necia, para dar por hecho que los humanos poseemos la capacidad absoluta para trascendernos, y con ello entender seguir vivos, aunque difuntos.
Abuelo leía mucho en el pueblo donde trabajaba sus tierras desde la madrugada hasta casi el mediodía. Luego llegaba a su casa, elegía la silla, tal vez la mecedora, no sé la verdad, y de un pequeño librero sacaba el texto que le consumía la luz del día, y a veces la del quinqué con el que se iluminaban en esa época.
Así que lo imagino en esa casa de paredones gruesos y techo de madera donde había un tapanco. Lo imagino subir y bajar, marcar sus pasos en el piso de duela, de madera, y luego ir al solar donde podía surtir su despensa de calabazas, elotes, papas y todo eso que abuela usaba para guisar.
Afuera le tranquilizaba el frío siempre presente, la escuela primaria a mano derecha, la presidencia, la cancha, las bancas que no estaban, pero después, una de ellas, llevaba el nombre de su hijo.
Nos parecemos a quienes viven de alguna manera en nosotros. En los gestos, en el caminar, en la forma de mirar la vida, y seguro también la muerte. Porque no, nunca le tuvieron miedo, y sabían morir cuando la enfermedad les agarraba. Simplemente cerraban los ojos, y miraban un lugar lejano, donde habitaban sus seres queridos que ya habían partido.
Es lo único que, en términos reales, podemos dejar a nuestros hijos, y hablo de sincera vocación por mirar la tarde, hoy nublada y algo tristona. Pero a veces luminosa por el sol, a veces cierta de que seguiremos juntos por muchos años más, aunque con seguridad todo quede en esperanza.
Pero ven con nuestros ojos, y ese es el camino real, único, para ir por la vida, al menos con la experiencia que da una vida, a la que se suma la de su abuelo, su bisabuelo, si tatarabuelo cuando descubran su nombre y si era igual a sus descendientes.
Abuelo, hasta donde existe el recuerdo de la familia de papá, era alto, de barba blanca, y un día salió de la casa de mi tía, allá en Ciudad de México, para perderse y nunca regresar. Supongo, estoy cierto, que encontró ese camino a los mundos diferentes donde se quedó.
Mil gracias, hasta mañana.
@JavierEPeralta