Rubén Martínez, economista de día y domador de palabras de noche, nació en el Estado de México antes de que se pusiera bravo. Le mete mano a las letras y las convierte en cuentos, columnas, podcast y hasta en un libro. Un día se creyó eso de “escribes chido”, mandó unos textos a concursar y…
· Libro: Amanecer, autopublicación (2021).
· Cuento: El intruso, mención honorífica, publicado en antología de la editorial Ariadna (2021).
· Cuento: Ojos tristes, publicado en el diario informativo FIN (Argentina, 2024).
· Cuento: Ek Balam, ganador del concurso Cuentos Panteoneros organizado por la UAEH (2024).Facebook: Ruben Huehue
Es curioso comprobarlo: con frecuencia, las buenas acciones que ejecutamos para compensar nuestros pecados se convierten en una trampa. Y muchos de tales actos inocentes,
que emprendemos con las mejores intenciones, a veces pueden llegar a perdernos. Incluso pueden llegar a matarnos. Aunque no para siempre.
Cada Día de Muertos me entusiasmaba imaginarme con Happy, mi perro maltés, mezclándonos entre los niños y adultos que piden calaverita recorriendo calles impregnadas de ese aroma a cempasúchil. Por vergüenza nunca me animé a hacerlo. Pero ahora, que estoy más allá del bien y del mal, me atrevo a lo que sea.
A Happy le encanta ser el centro de todas las miradas, camina con orgullo, moviendo la
cola y lanzando uno que otro ladrido juguetón. En lo posible se deja acariciar y tomar fotos
por cuanta persona le chulea “ese lindo disfraz de perro muerto”.
- Órales, está bien chido el maquillaje- dice un pequeño, mientras intenta tocarle con el dedo una de las heridas.
Otros prefieren observarnos a la distancia, fascinados por los pedacitos de carne que le cuelgan, prendidos de un pellejo.
Antes de seguir, debo advertirles que esta historia tuvo un antecedente bastante ingrato.
Happy llevaba trece años viviendo conmigo, en los cuales mis cuidados se limitaban a arrojarle de vez en vez un poco de croquetas y a echarle en el dispensador algo de agua. Pero el pequeño maltés siempre me respondió con cariño a esa falta de atención. Invariablemente, cada que yo llegaba a casa, Happy arañaba la puerta del patio trasero, y después, impulsándose en el escalón que separa el suelo de la puerta, brincaba sin parar. Pienso que lo hacía para corroborar si en esa ocasión tendría la suerte de que por lo menos fuera a saludarlo, o, mejor aún, que me compadeciera de él y se repitiera aquel insólito paseo por el parque que alguna vez le di.
Dos semanas antes de que terminara el mes de octubre, salí temprano del trabajo, por lo
que se me ocurrió la grandiosa idea de compensar de alguna forma a Happy. Como principio lo llevaría a que lo bañaran y le cortaran el pelo, se lo merecía. Después cenaríamos un buen rib eye.
Ya en la estética canina, colgué el abrigo en el perchero y me senté entre los demás dueños de mascotas a hojear una revista. Cuando llegó mi turno, la encargada me reprendió:
- Su perrito tiene muy maltratado el pelaje.
- Es un callejero que pienso adoptar – mentí.
- ¿Quiere que lo rapemos?
Al rato ya tenía a Happy adecentado, muy perfumado y hasta con un coqueto moñito rodeándole el pescuezo. Se veía tan limpio que lo cargué en brazos como a una criatura. Al salir, una ráfaga de aire gélido hizo que Happy intentara meterse dentro del abrigo.
Maldita encargada, me dije, para qué me propuso tusar al Happy. Aquí el frío se intensifica justo en estos días, y mi pobre mascota tiene que andar sin pelo.
En casa, con una camisa vieja le improvisé un suéter, sin mangas que le estorbaran al caminar. Se veía mono, pero sobre todo calientito. Esa noche, antes de dormir, prometí darle mejores cuidados, aunque pronto recaí en mi costumbre de olvidarme de él.
Un día, al regresar del trabajo, noté que, por primera vez en mucho tiempo, no arañó la puerta. Fui al patio, y allí estaba mordiéndose incisivamente entre la pata y el pecho.
- ¡Happy, Happy! – No me prestó atención, siguió encajándose los colmillos. Tanto, que le advertí un manchón rojo: su propia sangre.
Salí y lo cargué, y allí fue cuando vi que las costuras de la vieja camisa le habían rozado
la piel hasta abrirle heridas profundas. El otro costado estaba peor aún: la tela se le había
incrustado en la carne viva, que supuraba un apestoso pus verde.
Después de valorarlo, el veterinario me dio el diagnóstico:
- Las heridas son muy profundas – dijo, dándole vueltas a las hojas que estaban en la tabla sujetapapeles -. Está expuesta la vena yugular y…
- … pero se puede hacer algo, ¿no?
El veterinario dejó de ver el informe, me echó una mirada displicente.
- Por ahora no lo podemos suturar. Así que cómprele esta pomada- Y garabateó en su recetario. – Esto le ayudará a cerrar las heridas. Agende una cita para el martes o el miércoles de la semana próxima -.
- ¿Van a abrir esos días?
- ¿Por?
- Porque el martes y el miércoles se festeja el Día de Muertos.
- Ajá, pero no se preocupe: acá siempre hay alguien de guardia.
Y cuando estaba por irme, dijo:
- Y siempre hay algún descuidado que olvida cuidar a su “querida” mascota.
Hijo de la chingada, estuve por decirle. Pero me contuve.
Adelanté mis vacaciones para cuidar de Happy. A diario le lavaba las heridas y le untaba
la pomada. Ahora se mostraba alegre, juguetón: yo lo perseguía, y él corría sujetando la
correa en el hocico.
En la siguiente consulta, el veterinario fue muy directo:
- Es un perro viejo, sus heridas no han sanado porque tiene diabetes avanzada.
- ¿Diabetes?
- Sí, hombre, también a ellos les da. —El veterinario me palmeó el hombro—. Le voy a ser sincero: es improbable que el perro sane.
- ¿Qué me está queriendo decir?
- Mi recomendación es la eutanasia. Está sufriendo de manera innecesaria.
- ¿Está usted seguro?
- Créame, es lo mejor.
Volví a casa con Happy dentro de una bolsa negra. Decidí enterrarlo en donde pasó toda su vida, el patio trasero. Entre palada y palada, no dejaba de recriminarme: qué injusto había sido con él tiempo atrás.
Al llegar a casa nadie me recibía. Comencé a extrañar los arañazos y los brincos del pequeño maltés. Ese mismo fin de semana regalé la casita, el dispensador de agua, el plato y todos sus juguetes. Todo, excepto su correa: me traía buenos recuerdos de sus últimos días conmigo.
Y así pasó un año.
La noche antes del 27 de octubre, unos ruidos extraños en el patio trasero me despertaron.
Como pude, me puse las pantuflas y fui a ver de qué se trataba. Al asomarme por el marco de la puerta, creí ver a Happy. Eso era imposible, quizá sólo lo extrañaba. Prendí la luz del patio y fui a revisar. Nada por ninguna parte. Algún gato, seguro.
Volví a la cama. Me acurrucaba entre las cobijas, cuando de nuevo oí ruidos. Sí: alguien
merodeaba en el patio. De un brinco me levanté, y fui por mi Remington.
—¡QUIÉN ANDA AHÍ!
Con el dedo bien puesto en el gatillo de la escopeta, di unos pasos por el patio. Hasta que pisé algo flojo, una soga. No: se trataba de una correa.
¡La correa!
Y frente a mí apareció Happy.
Unos pedazos de carne le colgaban de las heridas agusanadas.
Paralizado, un ladrido juguetón me sacó de mi estupor. Retrocedí arrastrando el paso, sin quitarle la vista al espectro. Y entonces intenté girarme, pero el pie se me enredó en la correa.
Lo último que oí fue el ¡BLOOM! de la Remington reventándome la cara.
Y ahora acá nos tienen a los dos. Cada Día de Muertos, pedimos calaverita por la calle.