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viernes, mayo 23, 2025

Rituales Matutinos

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«Cuando más espectacular e invasivo es el ritual, mayor es el efecto placebo». 

Roger Bartra

No lo sé realmente, pero pienso que –de existir– debe haber un rincón muy especial en el Paraíso para quienes celebramos la existencia del mundo. Esto aún a pesar del enorme peso que representan las adversidades de la vida y las tonterías que comete esa masa uniforme de primates (de la que todos formamos parte) que a bien bautizaron como Humanidad: del latín humus, que significa «tierra», por cierto. 

Hay humanos –pedazos de barro– que solemos despertar diariamente al ritmo de una música pausada. «Alexa, reproduce ondas gamma en Toda-La-Casa», ordeno a la Máquina al punto de las cinco de la mañana. Prendo un incienso, me unto en la espalda unas pomadas milagrosas de mentol y otras plantas semi-sagradas, y medito unos veinte minutos para según yo honrar la memoria de Siddharta Gautama, Joe Dispenza, Jacobo Gringberg o de algún otro meditador importante, y quitarme esa carga pesada que trae consigo despertar a un día más, a un día menos. 

Termino de meditar y hago lo que he hecho desde hace años: leer los periódicos y con ello tratar de darle sentido a la realidad. Ahora me pasa algo extraño: cada vez que leo los diarios me cuesta trabajo reconocer mi ciudad, mi país, mi Tierra. Me quejo de los titulares que vienen en las primeras planas, de lo que cantó la señora presidenta en su verborrea de la mañana anterior, de aquello que previene –alerta– el Banco Central y de esa guerra imaginaria del narcisista anaranjado que gobierna pasando la frontera norte. Armo el newsletter y se lo envío a quien debo enviárselo antes de las seis. 

Después, me preparo una prensa francesa con un café recién molido que le compro a un árabe muy amable, y escribo lo que pienso en mi de-vez-en-cuando (porque no es un diario per se) hasta las siete con treinta. Estoy listo para lo que sigue, doy una palmada al aire como echándome porras a mí mismo. Me froto las manos. 

Salgo a caminar la ciudad hasta que mis piernas tiemblan o hasta que vibra mi smartwatch. Regreso, me baño y me apuro para llegar al trabajo, a donde puntualmente siempre llego tarde (aún en los días de homeoffice). Ese es mi ritual. Sencillito, pensarán algunos. Clasemediero, juzgarán otros. Irrelevante, dirá la mayoría.

Hay otra clase de personas, más optimistas y enérgicas, que se despierta al ritmo de I’m Walking on Sunshine, La vida es un carnaval o DTMF, mientras mueven rítmicamente la mano como si fuera un pandero y se toman –casi inmediatamente– un licuado de proteína vegetal, un plátano y una lata de atún, y se van a cargar cosas pesadas a un gimnasio de franquicia. También existen otras que prefieren salir a correr con su grupo de corredores en el que encuentran paz, identidad y, en algunos casos, hasta pareja amorosa. Y otras más, mayoritariamente mujeres, que contorsionan sus cuerpos sobre unas tablas móviles con resortes en un estudio de la colonia Roma. No juzgo, cada quien sus cosas. Cada quien sus rituales matutinos.

La mañana es un momento del día que está compuesto principalmente de esperanza. Y esa cosa, de acuerdo con la tradición, es lo último que muere, lo último que llega al Paraíso. O al menos eso se cree. Aunque hoy, gracias a los libros de autoayuda, a una canción de Coti Sorokin y a uno que otro político populista, la esperanza es comprendida como sinónimo de optimismo, realmente se trata de un salto a lo desconocido. 

Cada vez que salimos de la cama esperanzados es como si nos arrojáramos al abismo en la espera de que haya una red que nos cache allá abajo. Quien tiene esperanza tiene expectativas, y quien tiene expectativas, aguarda mucho del futuro; de eso que, por definición, se construye desde la incertidumbre.

Como podrá leer, respetable lector, para combatir la incertidumbre del alba, existen algunos rituales matutinos, efectos placebos. Dicen que los más devotos y los supersticiosos, en vez de sólo meditar o hacer ejercicio, abren ventanas, se cuelgan dientes de ajo, se frotan el cuerpo con cáscaras de huevo o rezan muy concentrados para que no les caiga un avión encima o para que el éxito profesional no se les escurra como el agua en el lavabo.

El hecho de que persistan estas extrañas prácticas a lo largo de los siglos demuestra que los humanos –seres de tierra y de la Tierra– necesitamos estructuras, patrones, sistemas y soplos divinos para suponer que tenemos algún tipo de control sobre lo incontrolable. Somos seres de símbolos que hemos aprendido a enfrentar con ritos la canija incertidumbre. Pero no hay que olvidar que polvo somos y para el polvo vamos.

Si el Paraíso existe, no creo que sea un espacio de recompensas para quienes siguieron las reglas correctas. Más bien será allá (en el Másallá) donde finalmente entenderemos que nuestros rituales matutinos nunca tuvieron que ver con controlar nuestro destino. Son, en realidad, pequeños actos de fe, cortas plegarias seculares que dictan: «A pesar de todo, estoy aquí, dispuesto a aventarme al abismo de nuevo para disfrutar de este diminuto punto azul en el que vivo, para no dejar morir los gramitos de esperanza que me quedan, para seguir disfrutando. Para seguir viviendo». Porque la vida es un prodigio amorfo que a veces cuesta sostener. Como que se resbala de las manos. 

No lo sé de cierto, pero aún me queda la esperanza de que existe el Paraíso. Sobre todo para aquellos que madrugamos. Diosito nos ayuda, dicen. O eso espero.

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