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lunes, marzo 31, 2025

«Nos faltan… ¿Cuántos?” No importa

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ESPEJOS DE LA REALIDAD

No hay sorpresa. No la hubo con Teuchitlán, como no la hubo con San Fernando, con Ayotzinapa, con Tlahuelilpan, con los crematorios clandestinos de Tamaulipas ni con las fosas que siguen apareciendo como si fueran la única siembra posible en este país. Si acaso surge un comentario indignado en redes, alguna marcha donde los carteles vuelven a enunciar la misma consigna de hace años: «Nos faltan…». ¿Cuántos? No importa. El horror es una cifra que se diluye.

A estas alturas, la tragedia en México ya no provoca incredulidad ni un verdadero escándalo. Nos enteramos de los hechos y seguimos como si nada, porque sabemos que, en días o semanas, otro hallazgo superará al anterior. Cada evento es la confirmación de lo que ya sabíamos: aquí el mal no solo es posible, sino cotidiano. 

En el texto “Flaubert y nuestra indignación” del columnista Maruan Soto Antaki en la revista Letras Libres cuenta que durante los sacrificios humanos en Cartago, los sacerdotes tranquilizaban a los espectadores, diciendo:  «¡No son hombres, sino bueyes!». ¿No es eso lo que nos han dicho una y otra vez?  Con que facilidad convertimos a los muertos en desechables, y a lo desechable no se le llora, no se le busca, no se reclama más allá de un tiempo necesario.

La indignación en México tiene fecha de caducidad. Durante unos días, el hallazgo de cuerpos amontonados, incinerados o desmembrados sacude. Luego, un nuevo escándalo político, un meme o una declaración absurda de cualquier funcionario ocupan la atención. Volvemos a la normalidad. ¿Qué normalidad es esa? Una donde la violencia no es excepcional, sino estructural. Donde la pregunta no es ¿cómo pudo pasar?, sino ¿cuándo pasará de nuevo?»

México es un país sin pedagogía del mal. Se le enseña a la infancia a no ver eso, nos obligamos a apagar la tele porque siempre es lo mismo, se nos adoctrina a evitar quebrarnos y seguir como si nada. No hemos aprendido a nombrarlo ni a pensarlo, y en esa ausencia hemos permitido que se expanda sin contención. No hay un rechazo común y absoluto a la violencia porque siempre encontramos una justificación. La delincuencia organizada, el narco, la pobreza, la corrupción, el gobierno anterior, el gobierno actual. Todo se vuelve excusa, pero ninguna razón nos absuelve de la indiferencia.

El problema, me parece, no es únicamente un asunto jurídico sino social. Sabemos que los responsables de las masacres, las desapariciones y las torturas difícilmente enfrentarán consecuencias. Pero también sabemos que, más allá de los cercanos y algunos que insisten en no olvidar, nadie se detendrá demasiado tiempo. La violencia en México es una herida abierta que nunca cerrará porque estamos demasiado ocupados en fingir que no sangra.

Es un asunto constante, no para de sorprenderme como nos han arrebatado la capacidad de asombro ante este tipo de contextos, nos han despojado de la empatía, y seguimos respirando como si nada. Nos hemos acostumbrado a vivir en este infierno y, peor aún, a llamarlo hogar.

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