DE FICCIONES Y FIGURACIONES
«El mundo no es una caverna. Hay cavernas en el mundo».
Josep Maria Esquirol
El teléfono inteligente se ha convertido en una extensión del cuerpo humano. Tanto así que pienso que sus componentes ya deberían estudiarse en las clases de Anatomía.
Esa tabla pequeña y delgada se nos ofrece indirectamente como una prótesis del cerebro, de la mente, de ese mundo que somos. En aproximadamente seis pulgadas de metales, plásticos y gorilla glass tenemos el mundo al alcance de una caricia dactilar.
¿Te perdiste? Tranquilo, abre Maps. ¿Se te olvidó la cartera? Qué bruto, pero ahí está tu banca digital. ¿No tienes tiempo para ver a tus amigos? Haz presencia por whatsapp. ¿Qué tal unos tacos al pastor? ¿Pizza? Mejor sushi. Ah, no, ya sé, canard à l’orange. Pídelo por cualquiera de las apps de delivery. ¿Te sientes sola, solo? Entonces quieres un amigo, amiga, novia, novio o amante. Para ti son las aplicaciones de citas. ¿Tienes alguna duda? Di amablemente «Oye, Siri» o «Hey Google» u «Oye, HAL 9000». Y listo, resuelta está. A lo que sigue, que en tiempos de aceleración, lo que falta es tiempo.
Estimaciones de la consultora tecnológica Gartner calculan que diariamente se venden más de cuatro millones de estos dispositivos. Para fabricar cada uno se requieren metales y minerales escasos en la naturaleza, por lo que la economía y la geopolítica giran en torno a los pocos países que tienen yacimientos de estas materias primas.
Silicio, litio, cobalto, indio, mercurio, oro, plata, tantalio y muchos materiales más permiten que estos aparatos funcionen, que sean como ventanitas que nos conducen a un paisaje de mentiras.
Ese ecosistema de imágenes, luces, sonidos y estímulos sensoriales nos mantiene anonadados como aquellas sombras del mito de Platón. Hoy todos llevamos una adictiva caverna en el bolsillo del pantalón.
La adicción al teléfono es cosa seria: en 2009 se acuñó el anglicismo nomophobia (del inglés: no-mobile-phone-phobia), término para referirse al miedo irracional a quedarse sin celular que, por cierto, retrata muy bien una ridícula escena de La Rosa de Guadalupe que circula por TikTok.
Mientras nuestras pupilas están expuestas a cientos de videos de menos de un minuto, algo ocurre en nuestro cerebro. Un estudio publicado en Frontiers in Psychology (Volumen 8, 2017) confirmó que el uso excesivo del smartphone va erosionando silenciosamente nuestra capacidad de recordar, de mantener la atención, de pensar con claridad. La memoria se va delegando a la nube digital mientras nuestro cerebro cae paulatinamente en una cómoda pereza cognitiva.
No sería la primera vez que la humanidad paga un precio neurológico por la ambición y los avances tecnológicos. En las profundidades del Ártico, científicos del Desert Research Institute (DRI) encontraron las huellas químicas de otra civilización que sacrificó inconscientemente su inteligencia en el altar del progreso. Los análisis de muestras de hielo revelaron que durante la época de oro del Imperio Romano, entre el 27 a.C. y el 180 d.C., la atmósfera se saturó de partículas de plomo, liberadas por la extracción y fundición de la plata en tiempos de extrema bonanza (de excesos y extravagancias, mejor dicho).
El plomo se filtró en los cuerpos de los romanos, reduciendo –sugieren los que saben– su coeficiente intelectual en varios puntos. Los mismos romanos que construyeron acueductos y estructuraron instituciones que aún nos regulan, respiraron, sin saberlo, el veneno de su propia grandeza. Parafraseando a Andrew Marr, «el éxito del Imperio terminó con el Imperio».
Coloquialmente, los metales pesados son aquellos elementos químicos cuya densidad es tan alta que resultan tóxicos para la salud humana. Y el plomo es uno de estos riesgos metálicos.
Qué ironías tiene a veces la historia. Hoy los metales pesados están presentes físicamente en los circuitos de nuestros teléfonos, pero también metafóricamente en nuestra relación con ellos: incrementan el peso de nuestra necedad colectiva y aumentan la densidad de una dependencia tecnológica que –como el plomo romano– empieza ya a entorpecer aquellas mentes que pretenden conquistar.