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Lo que no se nombra, ¿no existe? 

Mariana Peralta Zamora
3 Min de Lectura

ESPEJOS DE LA REALIDAD

Esta semana he estado pensando mucho en el lenguaje y en cómo define nuestra realidad. Fue un tema recurrente en las pláticas que tuve con un amigo, quien me hizo una observación que sigue resonando: los animales, aunque experimentan el mundo con una intensidad que quizá jamás entendamos, carecen de la estructura lingüística que nosotros, los humanos, poseemos. Perciben, sienten, responden, pero no pueden transformar sus vivencias en palabras. Esa es nuestra diferencia: los humanos, y solo los humanos, hemos creado esta red de palabras para atraparlo todo, o al menos intentarlo. 

El lenguaje nos permite darle forma a lo intangible, pero ¿qué pasa cuando lo que hemos vivido no cabe en las palabras que conocemos? Esta duda me hizo recordar algo que leí en “El invencible verano de Liliana”, de Cristina Rivera Garza. La autora cuenta que tardó años en escribir la historia de su hermana, no porque no quisiera, sino porque simplemente no había palabras para ello. En el diccionario no existía un lenguaje para narrar su pérdida, su dolor. Las palabras fallan cuando lo que intentamos decir desborda su capacidad.

Si no hay palabra, no hay existencia; aquello que no se nombra se vuelve un fantasma. Pero a la vez, hay experiencias que nunca serán contenidas en el lenguaje, como si nuestras palabras fueran siempre insuficientes, diminutas frente a la enormidad de lo que sentimos. En esos momentos, el silencio parece más honesto que cualquier discurso, y la ausencia de palabras se convierte en testimonio de que hay cosas que simplemente no pueden ser dichas.

Pienso entonces en los animales, en mi perrita Scout, en su existencia sin palabras, en su forma de vivir el mundo sin la necesidad de nombrarlo. Tal vez nosotros, al llenarlo todo de nombres, nos perdemos algo de esa experiencia pura. Nos alejamos del instante presente por la obsesión de entenderlo, de definirlo. 

El lenguaje nos da la capacidad de contar historias, sin embargo, a veces siento que también nos pone una venda en los ojos, porque lo que no sabemos decir, lo que no podemos traducir al lenguaje, corre el riesgo de quedarse fuera de nuestra realidad. ¿Qué queda de nosotros sin palabras? ¿Qué tanto de lo que vivimos sigue ahí, esperando ser nombrado? 

Es como si el mundo no existiera hasta que lo decimos. O tal vez, el mundo sigue existiendo, pero es nuestra comprensión de él la que se queda incompleta. Y entre lo dicho y lo no dicho, entre las palabras que tenemos y las que faltan, se dibuja el espacio donde habitan los silencios más profundos.

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