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Lo que exige la filosofía

Miguel Ángel Serna
8 Min de Lectura

TIEMPO ESENCIAL (VI)

En la pasada entrega planteamos la necesidad de aclarar el propósito al que apunta la filosofía, concluyendo que se trata de problematizar la realidad, de tal manera que nuestra mirada deje de verla como algo normal o natural, y comience a mostrarnos sus paradojas, desafíos y portentos.

Pero antes de concentrarnos en ese asunto, atenderemos uno más obvio y práctico, a saber: que solucionar cualquier problema demanda de recursos que nos permitan llevar a cabo nuestro propósito. Y si  nos preguntamos qué recursos son los más importantes para dedicarnos a la filosofía, lo más seguro es que pensemos, en primer lugar, en el talento, la inteligencia. Y en efecto, el cacumen es muy importante, pero podemos decir que no es único ni exclusivo de la filosofía, pues otros saberes no le quedan a la zaga en la capacidad intelectual que demandan. 

Desde los antiguos centros del saber hasta la época actual, donde los centros universitarios de investigación forman a los especialistas más capacitados, la inteligencia se ha convertido en el requisito más importante de la educación. Sin embargo, ese afán por el talento ha terminado por disminuir el interés de formar a quienes tal vez, sin poder considerarse como estrellas del intelecto, bien podrían beneficiarse del contacto con la filosofía y otros saberes. 

Pero la realidad es así ya desde aquellos tiempos en que Salamanca -la universidad más antigua de España y una de las más viejas de Europa-, advertía a quienes se acercaban con el ánimo de ser aceptados como alumnos, no atreverse a pasar su entrada sin contar con la capacidad intelectual suficiente para aspirar a cursar en sus aulas, puesto que, como consigna su célebre lema: “Lo que natura no da, Salamanca no lo presta”.

Pese a los avances pedagógicos actuales, la capacidad intelectual sigue manteniéndose como la principal exigencia en los sistemas escolarizados, no solo profesionales sino hasta en los básicos; donde los niños y adolescentes tienen que acumular cada vez más saberes, que no solo les demandan una gran exigencia intelectual, sino un esfuerzo enorme que no siempre corresponde a lo complicado de sus estudios, sino a normas, actitudes y costumbres escolares que, lejos de impulsar el amor por el estudio, lo vuelven una tortura cuyos efectos negativos perduran en los educandos a veces por toda la vida. 

La escuela no es siempre el mejor lugar de aprendizaje; tanto así que el escritor Mark Twain, llegó a decir: “nunca permití que la escuela interviniera en mi educación”.

Desafortunadamente, como hemos dicho, ni la propia filosofía ha escapado a esa exigencia escolar. Pero si en todas las demás profesiones pudiera justificarse la prioridad del talento sobre cualquier otra capacidad, no lo debería ser en la enseñanza de la filosofía; único saber dónde la amistad (philía), antecede en prioridad al saber racional (logos); lo que nos hace ver que ella es, antes que nada, un deseo amoroso por el saber (sofía) y sólo por ese deseo es que adviene la inteligencia que requiere; de lo que se infiere, que si bien la inteligencia es recurso indispensable, la prioridad del acto filosófico se encuentra en el deseo amoroso y el placer que lo acompaña. 

Esta característica esencial de la filosofía, donde el sentimiento amoroso es más importante que la capacidad intelectual, constituye una verdadera paradoja; pues para la vida práctica no puede ser valioso un conocimiento que no proporcione beneficios tangibles, siendo ésta argumentación el motivo principal del rechazo o mala fama de la filosofía en la educación utilitarista que domina nuestros tiempos. 

Socialmente, un sistema de vida como el actual -basado en la producción y el consumo intenso y masivo de bienes y servicios-, requiere de individuos abstraídos de cualquier ocupación que implique una pérdida de tiempo, para una época convencida de que “el tiempo es dinero”; lo que resulta, por un lado, en la desvalorización de toda ocupación que no responda a esa lógica y, por otro lado, en la importancia que se le da al tiempo productivo, a costa del tiempo libre.

Finalmente, en lo que tanto el saber productivo como el saber filosófico están de acuerdo es que, efectivamente, el tiempo es oro. Pero si para el interés práctico ese metal simboliza el beneficio material obtenido de administrar convenientemente  nuestro tiempo y el de quienes nos beneficien, desde la mirada filosófica el oro significaría que el mayor tesoro de la vida es el tiempo, y la mayor ganancia, la conciencia de cómo hemos de aprovecharlo para comprender la realidad  a nosotros mismos, a fin de vivir una vida digna de ser vivida.    

Y éste propósito nos orienta a la necesidad de hacer presente en nuestras vidas a la filosofía, y saber qué tiempo nos reclama, nuestro Tiempo Esencial.

Pero no está por demás, estimado lector que, abusando del tuyo, te enteres un poco de lo que dice Séneca acerca de ese tiempo al que nos referimos, con cuyas palabras cerramos ésta reflexión; no sin antes insistir a todos, a que nos escriban, dando a conocer sus esfuerzos personales o grupales, para hacer presente la filosofía en nuestra casa hidalguense, cuya habitación se encuentra hasta ahora envuelta en penumbras. Dice Séneca:     

“Obra así, querido Lucilio: reivindica para ti la posesión de ti mismo, y el tiempo que hasta ahora se te arrebataba, se te sustraía o se te escapaba, recupéralo o consérvalo. Persuádete de que esto es tal como escribo: unos tiempos se nos arrebatan, otros se nos sustraen y otros se nos escapan. Sin embargo, la más reprensible es la pérdida que se produce por la negligencia. Y si quieres poner atención, te darás cuenta de que una gran parte de la existencia se nos escapa obrando mal, la mayor parte estando inactivos, toda ella obrando cosas distintas de las que debemos […] Todo, Lucilio, es ajeno a nosotros, tan sólo el tiempo es nuestro: la naturaleza nos ha dado la posesión de este único bien fugaz y deleznable, del cual nos despoja cualquiera que lo desea.”

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