TIEMPO ESENCIAL
El número anterior de Tiempo Esencial comentamos que, si no hemos encontrado eco entre los lectores a nuestro llamado a manifestar sus inquietudes filosóficas, tal vez sea por la dificultad para dedicar unos cuantos minutos a ocuparse de sí mismos; lo cual, a pesar de todo, no sería tan grave como reconocer que han perdido el interés de hacerlo, vencidos por la indolencia y la parálisis mental propios de nuestra época, donde preferimos lo ya procesado y empaquetado al esfuerzo de cocinar nuestros propios alimentos.
Dijimos, igualmente, que tal desinterés se apoya en la creencia generalizada de que lo bueno es lo útil, lo práctico y exitoso; inoculada en nuestras mentes desde la infancia hasta la muerte por un modelo de vida, cuyos mensajes nos inducen a aceptar inconscientemente una cultura que incita al consumismo, la competencia, el miedo al fracaso y el rechazo a quien piensa o actúa distinto a lo “normal”, amenazando con sus ideas nuestra “zona de confort”.
Quizá alguien pudo molestarse al leer que, desde el utilitarismo actual, no parece necesario que el abogado tenga un claro sentido de lo que es la justicia; ni el médico de la naturaleza humana, o el profesor del significado del bien humano; aun cuando la justicia sea el núcleo del derecho, la vida humana el campo de intervención del médico, y el bien humano el propósito fundamental del magisterio.
Pudiera estarse o no de acuerdo con lo anterior, pero es innegable que, en nuestros días, hemos dejado que el utilitarismo y el pragmatismo arrebaten su lugar a la razón y el sentido del orden humano, sin percibir el efecto de su dominio sobre nuestras vidas, así como las distorsiones sociales que genera la imposición sistemática de una manera de entender la vida y ocultar o desacreditar otras -tal vez mejores-, que ignoramos o rechazamos deliberadamente; provocando que, tras años de aceptar como valioso solo lo que nos conviene, hemos terminado por enajenar nuestro propio bien a la de otros, sin preguntarnos si tal forma de pensar y vivir es realmente la única posible o si pueden existir otras formas de comprender, sentir y actuar, que puedan dar un sentido más satisfactorio a nuestras vidas que el interés inmediato que mueve la vida actual.
No se trata de emprender una discusión teórica al respecto, sino acicatear la atención de nuestros lectores de Tiempo Esencial ante una forma de comportamiento que acompaña al hombre desde que es hombre, hasta lograr el grado de bienestar y progreso de nuestro tiempo; pero que impide comprender por sí misma su capacidad para provocar daños irreversibles en nuestras vidas e incluso sobre la existencia de la vida planetaria.
Ciertamente no hay nada nuevo en este mundo; el utilitarismo de nuestra época -si bien desmesurado-, tiene sus orígenes en la historia, pero especialmente en la de Occidente, dónde el afán de dominio sobre la naturaleza y el trabajo humano en beneficio de unos cuantos se constituyó, al paso del tiempo, en una visión del mundo y la vida totalizadora e irrenunciable.
No obstante, la vida humana no ha dejado jamás de buscar un camino hacia donde su intuición le hace adivinar lo mejor para sí misma. Fue esa fuerza de voluntad la que permitió al ser humano hacer frente a las limitaciones de sus instintos y las desmesuras de sus ambiciones, atemperándolas y sujetándolas a un orden superior mediante mitos, religiones y leyes.
Pero fue con la democracia, en la Atenas del siglo IV a.C., cuando la humanidad da un salto cualitativo en su búsqueda por alcanzar una nueva forma de vivir y pensar en comunidad no determinada por el destino, ni dioses o riquezas; sino por la participación de todos los ciudadanos en el gobierno de la Polis, sin discriminación de clase social o fortuna.
Pero con la democracia no sólo nace la confianza del pueblo para gobernar su ciudad como antes lo hicieron los aristócratas y los oligarcas, sino también la necesidad de contar con un conocimiento capaz de educar a los hijos de los ciudadanos en la jurisprudencia, la oratoria, etcétera. Atenas se llenó entonces de expertos en estas ciencias especializadas para tal fin.
Sin embargo, las habilidades de estos sabios (sofistas, en griego) especialistas en la ciencia política, se dirigían principalmente a lograr el triunfo de las causas e intereses de sus seguidores, lo mismo en escuelas que en los tribunales o la plaza pública. Los educadores sofistas dieron luz a una forma de pensar y actuar en la vida pública ateniense realzando su importancia para la vida social, lo que siempre resulta conflictivo dado los intereses tan distintos existentes entre sus ciudadanos.
Porque si bien la democracia dio derecho a los atenienses a decidir qué leyes y gobiernos convenía a la mayoría, no fue capaz de frenar el afán de poder y riqueza, y el egoísmo como guías de la conducta pública; ya que la política democrática encontró su veneno en la demagogia, con la que se manipula la voluntad del ciudadano común y corriente, induciéndolo a decidir contra sus verdaderos intereses mediante la persuasión, el engaño y la pasión por el poder; causando, a la postre, que el “sistema de partidos” ateniense terminara en la anarquía y tras ésta, en la tiranía y el imperialismo macedonio.
La demagogia y la sofística fueron los dos elementos que abonaron la semilla de la filosofía a raíz del descubrimiento del daimon (a la que hoy llamaríamos conciencia), descubierto por Sócrates y con ella, su propia ciencia, la filosofía, que le obliga a ocuparse sobre lo justo y lo injusto, lo falso y lo verdadero al tiempo de desempeñar su papel irrenunciable como ciudadano.
La democracia ateniense fue un episodio breve de entusiasmo colectivo que rápidamente devino en el desencanto y escepticismo popular hacia los valores de igualdad, bienestar y progreso, que arrastraron tras de sí a una opinión pública cada vez más exigente de sus derechos, pero rejega al cumplimiento de sus obligaciones; la primera entre todas, la de pensar por sí misma la verdad y la validez de cuanto los políticos profesionales y sus educadores sofistas, sostenían como cierto y conveniente para el bien común, pero cuyos perniciosos pudieran haberlos llevado a dudar de ellos si el sentido de la realidad y la sensatez hubiera guiado su actividad pública, olvidando que “solo una vida basada en la verdad y el bien común era digna de ser vivida”.
Sócrates tuvo la valentía de advertir a sus conciudadanos que las fórmulas de los demagogos (en la política) y los sofistas (en la educación), constituían un remedio falso para salvar a su Polis, y que sólo con una reconversión de sus actitudes, formación y costumbres, guiada por la razón y el interés común, podrían sus habitantes resanar la tarea dejada en manos de los sofistas y demagogos, pues era tanto como dejar que un ciego guiara a otro ciego.
Lamentablemente, el llamado periodo socrático se produjo tardíamente, cuando el pueblo ateniense no contaba ya con la fuerza de voluntad necesaria para recapacitar y emprender un esfuerzo de tal magnitud; no por falta de tiempo o inteligencia para entenderla, sino a causa de la indolencia y la parálisis inducida en sus espíritus por tantos años de demagogia y educación pragmática. De ahí al fracaso de la democracia ateniense y el triunfo de la anarquía, la dictadura y el sometimiento al imperio macedónico, no hubo que esperar demasiado tiempo.
Los antiguos romanos y medievales, lo mismo que los renacentistas e ilustrados modernos, jamás dejaron de verse en el espejo de Atenas; sorprendiéndose de la similitud de los ciclos de nacimiento, progreso y decadencia de sus sociedades con el período en que la democracia y la filosofía brilló en aquella ciudad.
Todavía en el siglo XX filósofos, politólogos e historiadores de todo el mundo, reiteraban a las nuevas generaciones de líderes la necesidad de atender las lecciones del siglo IV a.C.; pero un día, su recuerdo fue olvidado frente a la convicción de que las virtudes y capacidades heredadas por la Atenas clásica, constituían tan solo una rémora del pasado que había de hacer a un lado, e incrementar el desarrollo económico y el bienestar que anunciaba el nuevo paradigma de la sociedad global y su capitalismo de mercado.
Sin embargo, tras casi un siglo del triunfo de ése paradigma, se hace manifiesto que la humanidad está viviendo sus consecuencias extremas. En efecto, como nunca en la historia, el desarrollo económico alcanzó sus más altos índices de desarrollo, pero a un costo demasiado oneroso: la expansión de la explotación humana, la pobreza de las masas trabajadoras en todo el mundo, el despojo de territorios y recursos naturales de las culturas originarias, el consumismo desaforado y el fin de la historia declarado por el pensamiento pragmático del mercado global.
Nos encontramos, pues, como en otros tiempos de la historia, en una situación paradójica, donde el paradigma del pensamiento dominante, en este caso el pensamiento pragmático-estratégico del capitalismo global, se resiste a la transformación que reclama ya no un nuevo paradigma que le rivalice, sino el de la supervivencia misma de la humanidad y el planeta entero, cuyo cambio requiere una transformación de fondo de nuestras maneras de pensar y relacionarnos como género y la vida en el planeta, que se encuentra en grave peligro a causa de nuestra acción destructiva sobre la naturaleza.
Hoy hace falta pues, un renacimiento de una conciencia que solo el pensamiento filosófico puede proporcionar a una sociedad como la hidalguense, empeñada en alcanzar la democracia plena, como otras lo hicieron en otros momentos a lo largo de la historia.
Pero este acontecimiento solo sucederá si quienes se encuentran interesados en hacerlo realidad, dan los pasos necesarios para recuperar la tarea que sólo la filosofía puede llevar a cabo sin ningún subterfugio ni mediación. A esa tarea, con la que Tiempo Esencial se encuentra comprometida, es a la que invita a unirse a todos ustedes, estimados lectores.
TIEMPO ESENCIAL (X) /Reedición 2024 /1092424/ PLAZA JUAREZ /
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