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viernes, octubre 3, 2025

Eternamente en otra parte

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DE FIGURAS Y FIGURACIONES

«Estamos eternamente en otra parte»
Sherry Turkle

Hay que decirlo: no siempre hay algo que decir. Y para situaciones como esta está el clima. Porque –todavía no sé muy bien por qué– cuando nos quedamos sin temas de conversación, tendemos a sacar a colación que si el team frío o team calor, que si el año pasado fue más seco que el actual, que si en esta ciudad ya no existen las estaciones del año, que si la tormenta tropical amenaza con convertirse en huracán categoría cuatro. Una vez iniciada con algo por el estilo, y si hay suerte, la conversación puede transitar hacia algo un poco más personal.

El tiempo meteorológico usualmente es el protagonista de las primeras interacciones presenciales entre extraños, cuando la falta de confianza levanta un muro que hace comunes los silencios que incomodan. Esa sensación se da cuando no se está del todo seguro de abrirse frente al otro, cuando no se puede o no se quiere revelar de golpe los temas de interés que nos identifican. Estos temas, por su cualidad de privados, suelen ser polémicos: la familia, la política, la religión o el fútbol. Por eso supongo que al principio es mejor optar por hablar de lo más neutro, inmediato e intrascendente que tenemos entre nuestros temas: ¿qué aguacero cayó ayer, no? Palabras más, palabras menos, el clima a veces funciona para combatir los silencios incómodos y preparar así el terreno del diálogo.

«Deja que te hable también con mi silencio», le escribió Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto –años después Pablo Neruda– a su amada. Y el poeta se tomó esta libertad retórica porque entendió que así funciona el silencio de los amantes; el silencio cómplice que comparten dos personas que se conocen tan bien que son capaces de decir sin hablar. Un movimiento de cejas, un guiño rápido o una mirada bastan. Todo siempre a través de los ojos y sus zonas colindantes. Una vez rebasada la línea de la intimidad, de abrirse enteramente ante el otro, las personas que se aman son capaces de soportarse en el silencio: callan sin temor y se comunican sin palabras.

En ambos casos, el silencio incómodo y el silencio cómplice van acompañados de una intención de sintonía. Tratamos de conectar con los otros a partir de lo que transmitimos en vivo; buscamos sintonizar nuestras personalidades a través de la comunicación y, en caso de embonar, construir un vínculo breve o duradero con quien tenemos enfrente.

Aunque con sus beneficios, la distancia obligada del mundo digital reduce casi al mínimo la conexión que genera la presencia física. Comunicar desde un rectangulito de cristal nos ha vuelto más distantes, pero nos ha dotado con el superpoder de estar en todas partes al mismo tiempo. En el café, en una banca del parque, en la reunión de trabajo, en la parte de atrás del uber o en el transporte público, en la fila de las tortillas o en donde sea, siempre hay gente en silencio, con unos taponcitos blancos en las orejas, encorvada, con la cabeza baja y la mirada clavada en una pantalla. En otra época este escenario hubiera sido muy extraño. Estamos físicamente ahí pero mentalmente en la app de nuestra preferencia, lo que, en caso de diálogo, nos da paso a diluir cualquier silencio incómodo siempre y cuando nuestro interlocutor también decida irse a otro lugar a través del teléfono. Como dice Sherry Turkle al describir nuestras interacciones con los smartphones: al usarlos, «estamos eternamente en otra parte».

Desde la creación de las redes sociales, y, sobre todo, a partir del 2010, cuando Apple y Samsung lanzaron los primeros smartphones con cámara frontal y en el mismo año que apareció la aplicación Instagram para compartir la vida en formato visual, Silicon Valley nos legó el silencio digital. Este tipo de silencio es al que se recurre cuando estamos compartiendo o recibiendo información en el mundo virtual, el lugar donde todos hablamos con imágenes y opinamos de todo, donde la norma es no quedarse callado: publicar un texto brevísimo, una foto, un video o lo que sea para no caer en el olvido, para decirle al mundo que seguimos existiendo en algún sitio, aunque no sea exactamente donde estemos en realidad.

La vida en el teléfono produce silencio en el exterior, en el mundo real, y mucho ruido en el interior, en la mente de quien interactúa con el mundo digital. Ese ruido es visual, retinal; de pantallas, flashazos y lucecitas a distancia. Una vida hecha de imágenes atractivas y filtros que disfrazan las imágenes para volverlas más atractivas. Vivimos, entonces, una vida hecha principalmente de fotos y frases cortas, pero sobre todo de videos para consumir en cualquier lugar; videos con sonido o, en su defecto, con subtítulos para poder escucharlos con los ojos en momentos precisos que exigen algún tipo de silencio.

Esta manera de interactuar genera un clima comunicacional que es incorpóreo, asincrónico, de comunidades efímeras, carente de conexión humana, de relaciones rápidas y desechables, con mensajes individuales cuyo objetivo no es llegar a un solo otro, sino al colectivo, a los otros –nuestros followers–. La realidad alterna que moldea el scroll y la comunicación a distancia nos conduce a una soledad que se construye con esa falsa compañía.

No sé si un buen día lograremos reducir la aceleración que induce la comunicación virtual. Lo dudo mucho. Cada vez somos más dependientes de estos aparatos; cada vez más estamos permanentemente en un sitio que no es del todo nuestro. Al final, lo que nos queda es un silencio que produce un sonido inconexo, revuelto y cacofónico, que viene desde otra parte de nuestra realidad. Un silencio que a veces nos hace olvidar que en el mundo hay algo más que ruido. Cambiando de tema, dicen que se aproxima un frente frío.

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