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Ellas 

Mariana Peralta Zamora
3 Min de Lectura

ESPEJOS DE LA REALIDAD

En una mesa larga, Valeria, Lulú, María José, Yanehieree y Diana se sientan junto a mí. Imprescindibles sería la palabra con la que las nombraría, tengo más años conociéndolas que una vida sin ellas.

Me conocen, las conozco bien, luego las desconozco y me permiten volver a conocerlas. “Un té sin azúcar, por favor”, dice Majo, pues asegura que agregarle dulce destruiría la esencia del té. Ella ya sabe de antemano que, por más que me lo diga, no soporto el sabor de infusiones mezcladas con hojas que prometen cientos de propiedades. Seguramente su corazón es de piloncillo, porque nunca la he visto poner mala cara al tomar uno de sus brebajes.

“Esta es la historia de mi vida”, me dice Vale mientras caminamos a la orilla del mar y sentimos el agua fría en nuestros pies. Durante todo ese viaje, ella y yo platicamos tanto. Me contó sobre su infancia, yo le conté sobre la mía. Repetimos historias que ya nos habíamos contado hace muchos años. Cuando veo un espejo, si me quedo lo suficientemente quieta, siento que la veo a ella.

El tiempo cambia sus leyes y decide extenderse para que esté con ellas. Son tan luminosas que todo lo que puedo hacer es mirar y esperar que algo de su luz me alcance. Esto no lo quiero enfocar en un tono romántico, pero son personas tan hermosas que no puedes apartar la mirada.

“Mira, aquí está el libro de mi papá”, le dije a Diana hace algunos años cuando fuimos a la biblioteca Ricardo Garibay. Ella decidió tomar un libro de una autor estatal y pasamos toda la tarde leyendo. Cruzamos pocas palabras, mientras seguramente las dos pensábamos que, si existía un paraíso, sería algo como eso.

Encontrar a personas con quienes el rechazo no existe es liberador, sobre todo cuando el mundo privilegia tanto la superficialidad sobre la comunidad.

Hace un rato, Yane me dijo que soy de las pocas personas que decide usar su nombre completo para nombrarla. Me gusta hacerlo, se lee de una manera, pero se escribe de otra. Es un juego secreto que tenemos, donde ella me deja esconderme en su nombre.

A Lulú la conozco desde que tengo cinco años. En una ocasión, después de la clase de teatro en secundaria, ella se subió a la azotea vestida de un árbol hecho de cartón y papel. Nos reíamos tanto que el cielo lo veíamos de colores.

Cuento las historias y las vuelvo a vivir. Sigo aquí sentada con ellas, en silencio. No importa dónde me siente, los asientos ya están ocupados.

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