ESPEJOS DE LA REALIDAD
Mi madre no es política ni activista de profesión. No aparece en discursos ni en tribunas, pero entiende lo que muchos ignoran: un salario justo no es solo una cifra en un papel, es la diferencia entre vivir y sobrevivir. Por eso, ayer fue a defender el sueldo de los trabajadores del fraccionamiento, aquellos que todos los días barren las calles, arreglan las fugas de agua y mantienen el orden en un lugar donde, para muchos, su existencia es apenas un dato marginal.
En Hidalgo, la población económicamente activa es de 1.49 millones de personas, de las cuales 1.46 millones están ocupadas. El salario promedio mensual es de 6 mil 10 pesos, apenas suficiente para cubrir lo básico en un estado donde el costo de una vida digna es de 12 mil 683 pesos al mes, según la Encuesta Nacional sobre Salud Financiera (Ensafi). En este contexto, los trabajadores de apoyo en actividades agrícolas (106 mil personas), los empleados de ventas (96 mil 600) y los comerciantes en establecimientos (78 mil 900) son los sectores con mayor número de empleados, muchos de ellos en condiciones de informalidad o con sueldos que rayan en la miseria.
El problema es estructural. En teoría, el salario mínimo debería ser el piso, no el techo. Sin embargo, los datos muestran que la mayoría de los trabajadores en Hidalgo viven en un umbral de precariedad laboral, mientras que la tasa de desempleo es de 1.91% (28 mil 400 personas sin trabajo). Pero el empleo no es el único factor que refleja la crisis económica: el 46% de la población no siente asegurado su futuro financiero y un 32% simplemente no logra cubrir sus gastos.
La justificación de siempre es la misma: no hay dinero, la economía está frágil, la inflación, la crisis. Pero quienes administran la precariedad nunca la viven. El salario no ha sido nunca en México un reflejo del esfuerzo, sino del abuso institucionalizado de la mano de obra barata.Así que ahí estaba mi madre, de pie, exigiendo que no se recorte lo que ya es insuficiente. Y mientras la escucho contarme su día, pienso en cuántas mujeres como ella sostienen esta lucha sin pancartas ni reflectores, sin más estrategia que la convicción de que la dignidad no es negociable. En una sociedad que normaliza la explotación, el simple acto de exigir lo justo se vuelve un acto revolucionario.