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viernes, julio 4, 2025

El fin del pudor

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban.»

Libro del Génesis

Una vez por semana me pongo a leer en un sitio enfrente del Lago de Chapultepec, dentro de eso que los capitalinos llamamos El Bosque. Tan calmado, tan fresco, tan iluminado. Tan lleno de fresnos y ahuehuetes, de ardillas, de pajaritos y de parejitas que se devoran las bocas a lengüetazos porque la pasión es ciega y hace que olviden que alguien, alguna vez,

puso un límite –en extremo civilizado– al que llamó pudor. Pero a mí me importa un carajo lo que hagan con sus lenguas, sus cuerpos y sus reputaciones. ¡Quién soy yo para juzgar! ¡Qué viva el amor! ¡Qué vivan los enamorados! Si presumir su pasión de esa manera es lo que los hace casi-felices, que lo hagan. ¡Qué va!

Cada fin de semana elijo ese lugar porque tengo vistas al lago y al Castillo de Chapultepec, y porque hay un café muy bien montado en el que me atienden como si fuera yo Maximiliano de Habsburgo. Me hacen sentir bien, pues. Y eso es lo que busca todo ser humano: que le hagan sentir algo –por mínimo que sea.

Lo único que no me gusta de ahí es el baño. Y aclaro que ni siquiera lo conozco. Una vez intenté entrar, pero como es administrado por el gobierno, una dama no me dejó orinar. Me impidió el paso por supuestos temas sindicales. Estaban en huelga o algo así. Se quejó –como si yo tuviera todo el tiempo del mundo– de que no les pagan lo que consideran justo por fregar inodoros. La escuché atentamente y entendí sus razones, pero a mí qué con eso de los pagos. A mí me urgía entrar al baño. Me enojé respetuosamente, di la vuelta y me dispuse a buscar el árbol más remoto –el más escondido– de aquel paraíso citadino. Lo encontré, pero aún había uno que otro mirón. Sin vergüenza alguna, oriné en sus raíces.

En estos tiempos de mirarnos mucho, sólo lo que se ve nos hace sentir. Cada vez más usamos la imaginación cada vez menos. Nos apegamos al sentido de la vista. Pero mostrar cosas a veces puede traer problemas.

Como ya no basta con vivir la vida, hay que compartirla. Mostramos de más. En exceso. Sin recato ni pudor. Nos gusta tomar foto de todo y en todos lados: de lo que hacemos, de lo que no hacemos, de lo que tenemos enfrente, a un lado; de lo que somos, de lo que fuimos, de lo que queremos ser; de lo que soñamos y de lo primero que vemos al despertar. 

Sonreímos y fingimos ser felices frente a la cámara para parchar con flashes inexistentes lo que deberíamos tratar en un diván. Sonreímos en nuestra habitación, en el parque, en la playa, en el baño, en el vestidor, en la Roma, Italia, o en la Roma Norte. Sonreímos. Click, publicar. Pese a todo sonreímos.

Y el problema no es la foto que se toma, sino la que se publica. Porque hoy todo es público y para el público. Comer, beber, correr, llorar, sufrir, leer, coger, parir, cagar, obedecer, rebelarse. Estamos más cerca del Big Brother de Endemol que el de Orwell. Lo que no está en la red difícilmente se queda en la memoria, y todos queremos ser recordados. Todos ambicionamos la dulce promesa de la eternidad.

Esto ha degenerado en una obsesión con los cuerpos –propios y ajenos–, nos gusta que se nos vea la materia, presumir aquello de lo que supuestamente estamos hechos. Y quienes mejor ejercen esto son los influencers. Ellas y ellos son el producto de carne y huesos más rentable de la era digital, porque son lo que más se expone.  ¿En qué consiste esta chamba? Para empezar, en llamar la atención. Después viene lo difícil: mantenerla, acrecentarla y capitalizarla. A eso es lo que dicen influir: a quien logra mantener la atención por más tiempo, provocando que muchas veces no importe el mensaje, sino quién lo transmite.

En tiempos de #MíramePeroNoMeToques, tenemos una sobrepoblación de famosos que duran un ratito. Si las televisoras de antes vivían de la publicidad, las redes sociales se mantienen de este tipo de productos cárnicos que muestran su vida a los ojos del mundo sin ningún tipo de recato. Una vez alcanzada la efímera fama, hay que firmar contratos con marcas que les pagan una vida semi-lujosa por fingir que usan lo que en su vida usarían. Mira. Mírame y no dejes de mirarme. Sígueme mirando, porque, si no, no vas a ganarte el artefacto inservible que voy a rifar en mi giveaway. Dale like y comenta acá abajo. Comparte con tus amigos, conocidos y familiares. Mírame, por fa. No dejes de hacerlo; es que si no me miras, no existo.

Te traigo nuevo contenido que es exactamente el mismo que el de mi colega, pero con la diferencia de que ahora lo hago yo. Porque yo soy importante. O lo que es peor: yo creo que soy lo más importante.

Y nombran a los receptores de estos mensajes –quienes los siguen con la mirada– con gentilicios inventados (chabacanos, chavorrucos, chapuceros, chabelos), por si alguno de ellos carece de nacionalidad. Y de pronto, por arte de magia, el follower siente que ya pertenece a una comunidad, a ese lugar virtual, a esa tierra inexistente que invadió, nombró y colonizó un conquistador impúdico.

Sigo en El Bosque. Ahora camino mientras pienso y repienso este textito. A lo lejos veo dos chicas muy chicas que bailan unos bailes pregrabados frente a su único público físico, un celular.

Del otro lado, hay una familia de jóvenes con esos changos chapultepequeños –hechos de alambre y pelusas de colores– abrazando sus cabezas. Aparentan ser genuinamente felices. Tienen a su bebita recién nacida. No hay duda, son felices. Intentan tomarse una foto ellos mismos frente a esas horribles y enormes letras de CDMX, frente al lago. Para ello, pusieron el celular en el suelo, recargado en una lata de refresco. Están fracasando.

Me acerco y me ofrezco como fotógrafo voluntario. Aceptan de inmediato y agradecen de antemano. Recojo el teléfono del suelo. Me dan ganas de aventarlo al agua. No lo hago. Sonrían, les pido. Click, listo.

Muchas gracias. Me agradece el joven con una sonrisa inmensa. Le devuelvo el aparato y el gesto. Me despido y me alejo.

Mira, mi amor. Ésta pa’l feis. Oigo que le dice a ella.

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