DE FICCIONES Y FIGURACIONES
«El humor no es un estado de ánimo, sino una concepción del mundo.»
Ludwig Wittgenstein
Bien lo dice el cliché: la risa es un asunto que hay que tratar con seriedad. Los antropólogos más laxos y los comediantes más serios sostienen que si se busca entender una cultura a profundidad, hay que poner atención en cómo, de qué y por qué se ríen los integrantes de la comunidad a analizar.
De esta manera, podemos decir que el humor tiene denominación de origen –como los alcoholes finos, las artesanías, los productos típicos o el idioma. Cada país y cada pueblo ríen a su manera y, con risotadas, se cohesionan y crean una identidad colectiva.
El humor es un lenguaje, y el lenguaje una herramienta que sirve para moldear mundos. Riendo comunicamos y, al comunicar, significamos lo que nos rodea. Con carcajadas somos capaces de dar forma a nuestra cultura y así distinguirla de las demás.
Los franceses se burlan del rigor de su burocracia (más aún cuando su presidente es cacheteado por su esposa); los británicos, de la marcada diferencia de clases sociales en una nación que sigue manteniendo a un monarca; los estadounidenses, del fracaso individual frente a la promesa muy americana de «cualquiera puede ser exitoso si se lo propone». Y como muchos latinoamericanos, los mexicanos reducimos nuestra tragedia nacional hasta convertirla en parodia, en meme, en albur, en un chiste que se dice en la cantina o en un domingo de pollos rostizados.
Contar un chiste es un acto intelectual. Es un juego de palabras que depende de dos jugadores: el comediante y el risueño. En esta batalla, el primer participante tiene la responsabilidad de contar una historia hilada con seriedad, verosimilitud y coherencia. La narrativa seduce al oyente, capta su atención, lo lleva a reconocerse en el relato. En algún momento, la narración rompe abruptamente con la lógica, derivando en la fractura de esa tensión tejida con la maestría del humorista. Por su parte, el que escucha debe permanecer abierto, dispuesto a poner especial atención a la estupidez que vendrá en breve. Si esto se cumple a cabalidad, lo que sigue es puro jijiji-jajaja.
En el ecosistema de los speechwriters es conocida una anécdota de Ronald Reagan y sus aptitudes de comediante. Haciendo alarde de su oficio original, el actor de Hollywood que logró llegar a la Presidencia de los Estados Unidos se caracterizaba por un carisma de plató de cine western.
En 1983, durante una visita de Estado a Japón, el actor protagónico de la película del neoliberalismo brindó un mensaje ante un público nipón que no estaba preparado para presenciar un stand-up político. Aún resonaba el doloroso cierre de la Segunda Guerra Mundial en Hiroshima y Nagasaki, y ya se empezaba a gestar un conflicto comercial entre ambos países por los semiconductores y el acero.
En ese contexto, aquel discurso de Reagan cerró con un chiste occidental. Al terminar sus palabras, el auditorio entero colmó el ambiente de risas ruidosas. Orgulloso de su capacidad cómica, el mandatario le preguntó al traductor cómo había hecho para adaptar su chiste estadounidense al sentido del humor japonés. «Sólo les dije: el presidente ha contado un chiste», le confesó el intérprete.
Este caso revela que el humor puede ser en ciertos momentos un acto diplomático. El público japonés no entendió las palabras del presidente más poderoso de Occidente, pero sí se adaptó al ritual universal de reír por cortesía, por agradar al invitado de honor; por el hecho de que era el Presidente Más Poderoso de Occidente.
La risa es social; es una forma de pertenencia, una manera de decir «estoy aquí, soy parte de esto, entiendo el código secreto de mi tribu». Los chistes internos de cualquier grupo cerrado son incomprensibles para los extraños. «Chiste local», decimos los mexicanos ante la mirada de quien no entiende de qué nos reímos. La risa, en este caso, es una clave de complicidad.
Reírse puede ser un receso, unas brevísimas vacaciones de la tensión cotidiana. Cuando la realidad se vuelve demasiado pesada, cuando las noticias son un menú de horrores y el mundo parece estar a punto de estallar, el humor simple puede ser una válvula de escape que nos lleva a soltar las riendas de la realidad. Riendo perdemos el control del cuerpo y de la vida, aunque sea por unos minutos.
En mi caso, cuando tengo un mal día o siento que todo está por superarme, llego a mi casa y me tiro a ver un capítulo refrito de El Chavo del 8, un episodio de Los Simpson (temporada 4) o el último debate registrado en YouTube entre los aspirantes a gobernar la Alcaldía de San Pedro Garza García, estado de Nuevo León. El chiste es reír por reírse. Así lo exigen ciertos momentos.
La complejidad de la realidad que hemos construido los humanos nos obliga a crear mecanismos para enfrentar lo absurdo que es existir. Por eso tenemos el humor: un camino rápido para descargarnos del malestar de la solemnidad, para sentirnos libres –liberados– del estrés que producen los problemas, la autoridad y la forma más convencional de la verdad.
Hay que saber escuchar la risa para descifrar al otro, para traducir culturas y liberarnos de lo que nos ata a los formalismos.
Como dice Wittgenstein, el humor es más que un estado anímico. Es una forma de mirar la realidad de frente, con su crudeza, sus defectos e injusticias, y aún así soltar –sin culpa, sin freno– una carcajada tan fuerte que haga eco en el mundo que formamos riendo. Somos el eco de nuestra risa.