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sábado, julio 12, 2025

El cosmos en el caos

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DE FICCIONES Y FIGURACIONES

«El hombre al final construye el espacio que ocupa.

El espacio no le es dado; lo moldea según su propio sentido.»

Norbert Bilbeny

Una regla no escrita de las Ciencias de la Hospitalidad dicta que un buen anfitrión debe ordenar la casa antes de que lleguen las visitas. Esto se lee como obviedad, pero tiene intención protectora: más allá de buscar meros fines estéticos, un lugar que será observado se ordena para proteger la intimidad de quien lo habita. Ordenar el desorden propio es guardar los secretos que ocultamos en nuestro caos.

La desorganización de nuestro espacio revela mucho de nosotros. «Como tienes tu cuarto, tienes la mente», suelen decir los psicólogos y diagnosticar las madres al ver el desmadre que compone el paisaje de una habitación. Pero ahí, entre la cama deshecha, la ropa medio-sucia colgada en el respaldo de la silla, las revistas de chismes o análisis político (que son lo mismo) revueltas en el suelo, los libros de fenomenología en el buró y un empaque vacío de ubereats, se encuentra la verdadera identidad del prisionero de esa celda. Los escombros de una habitación trazan la intimidad de quien ahí suele derrumbarse.

Intentar organizar el caos es una de las más nobles obsesiones humanas. Desde que aprendimos a pensar, buscamos armonizar el espacio. La Lógica, por ejemplo, es un recurso filosófico que enseña a trazar una línea conductora que dé sentido al sinsentido de la realidad. Y, si lo pensamos bien, todo proceso rumbo a la verdad –a la realidad– es un ejercicio de ordenamiento: crear palabras, sistematizar ideas, clasificar especies, catalogar elementos, crear taxonomías que nos permitan habitar la complejidad sin caer en la turbulencia característica de la locura.

Los humanos somos del espacio y para el espacio. Conquistamos lugares, inventamos la arquitectura y delimitamos nuestro territorio personal. Hace 70 mil años salimos de África hacia Europa. Después invadimos Asia, Oceanía y América. Hoy, a falta de más volumen terrestre, hay quienes sueñan con el espacio sideral: buscan regresar a la Luna y, de ahí, con suerte, construir fraccionamientos horizontales en Marte. En nuestra insaciable ambición, los humanos somos seres espaciales y espacializantes.

Para poner un ejemplo de escala cósmica, basta con pensar en el origen del espacio y del tiempo. De acuerdo con cálculos de cosmólogos, hace trece mil quinientos millones de años sucedió algo que —aunque no saben explicar muy bien— aseguran que fue una especie de explosión-expansión. 

En 1949, durante una entrevista de radio, el astrofísico Fred Hoyle bromeó al bautizar ese chispazo originario como Big Bang. A pesar de haber sido una broma radiofónica, hoy el curioso nombre de esta teoría de la creación es oficial, está escrito en todos los libros de texto. La gran explosión dio origen al caos que es el cosmos. 

Con el paso de miles de millones de años, esa gran explosión tendió hacia un orden complejo que ha permitido, entre otras cosas, la creación del súper cúmulo galáctico de Laniakea, la Vía Láctea, el sistema solar, el planeta Tierra, la vida en todas sus presentaciones, la raza humana, la fundación de México, la Ciudad de México, la calle donde resido, el departamento en el que vivo, el fragmento de espacio que ahora ocupa mi cuerpo y este escritorio desordenado donde escribo el artículo que usted está leyendo, es decir, ordenando estas ideas en su mente. 

Con el Big Bang se dio paso a la espacialidad y temporalidad, y nosotros, al tiempo, fuimos fragmentos de espacio dentro de instantes –pedacitos de tiempo–. Somos agentes del orden cósmico y víctimas del caos cotidiano. Pero cuando el desorden es propio, es posible encontrarle un extraño tipo de lógica. 

Al escribir una historia, anoto ideas, frases y datos de investigación en hojas sueltas. El destino de estos fragmentos de papel generalmente es el desorden de mi escritorio. Los barajo, los revuelvo y, al hacerlo, trazo una compleja cartografía de la que sólo yo entiendo el principio y el final. En ese momento, esa mesa ilógica para cualquier otro observador tiene un sentido lógico para mis pupilas. El desorden público adquiere un orden íntimo. Ya después, gracias a las letras de este teclado, logro armar el rompecabezas.

Ahora, mientras escribo estas líneas y veo mi escritorio –que limpié hace dos horas y ya muestra signos de reconquista caótica–, pienso que quizás el desorden no sea nuestro enemigo. Es más bien un recordatorio: nos recuerda que somos seres imperfectos en un universo que tiende hacia la caótica perfección.

Al armonizar mis ideas repito el gesto cósmico de convertir el caos en algo habitable. Cada vez que ordenamos nuestro espacio, participamos de esa misma fuerza organizadora que un día convirtió el desorden primordial en galaxias, planetas y, eventualmente, en nosotros: seres capaces de reflexionar –de ordenar– ese caos que somos en la intimidad.

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