RETRATOS HABLADOS
La tarde se plagó de lluvia en el cementerio. Se coló por las hojas de los árboles, las caras ruborosas de angelitos que adornan tumbas. Llovió y cada uno de los dolientes, empezó a comprender la siempre frágil esencia de la vida humana. Hay un rito entre los enterradores que nadie ve, pero que cumplen al pie de la letra, no por obligación, sí, seguramente, porque en tierra de cadáveres lo mejor es apaciguar el enojo de quienes han perdido apenas el cuerpo, y extravían el camino hacia ese lugar que nunca entenderemos dónde está, pero existe. Así que golpean una y otra vez las lajas que cubren el ataúd para despertarlos, para avisarles la hora de volver a abrir los ojos y tomar camino.
Hay un olor preciso en la tierra bañada por tantas lluvias, en veredas pintadas de exuberante verde, en las calles como quedó dividido el camposanto. Aquí se derrama fe, cierta, la única cierta, de las mamás dolientes que entierran al hombre que siempre llamarán mi niño, porque en todo corazón materno y paterno, los hijos se mantienen inalterables, únicos, hermosos. Y de tanta fe, certeza de todo lo que viene, el panteón revive de su habitual cara de páramo, con un verdor único, celebrado en la pequeña tormenta de julio.
Debe ser cierto que andan ya muy lejos cuando los despedimos. Debe ser cierto que dan con el secreto mejor guardado, y se conduele de los que se quedan, pero ya sin el dolor desgarrador, sí a la espera para mostrarles el universo nuevo que recién descubren.
Apenas unas horas y al caminar por la vereda larga de asfalto que lleva a la calle, seguro muchos reafirmaron la necesidad de aprovechar el tiempo, el diminuto de esta curiosa vida, en la oportunidad de mostrar la forma como quieren ser recordados, a detalle, para que al reencontrarlos no exista confusión alguna.
Es una vista buena, porque se ve la ciudad allá abajo, hoy plena de cortinas de agua, pero tranquila, plena de vidas que van de un lado a otro. Se tienta la paz donde guardan la cápsula en que toca a hacer este viaje, de tantos y tantos millones de años luz. Se guarda solo la imagen, se sabe que de nueva cuenta transita a velocidades que solo un difunto conoce, y toma un rumbo nuevo, con la ganancia de que en este diminuto espacio que es un planeta azul y morona de pan en el firmamento, supo amar a sus seres queridos, a sus retoños, que eso son los hijos, que eso somos, y seguro está de que crecerán sanos, plenos de sueños, plenos de querer ser compasivos con sus semejantes.
Algo tiene la lluvia que cambia el mirar de una ciudad de por sí triste como Pachuca. Algo tiene también mirar desde el camposanto el transcurrir de una tarde, con los antes jóvenes amigos y amigas, hoy de edad, pero exactos en recordar, en traer a la memoria cuando descubrimos que algo nos convocaba a caminar por mismos rumbos, a veces mismos sueños.
Así que uno llega a la fachada nunca terminada de ser reconstruida del panteón, y mira de nuevo la pequeña capilla a mano izquierda, y pide por los que hoy mismo se despertarán y descubrirán que el sepultado ya no estará. Y será asunto del corazón que no sean tentados por el nunca jamás, porque unos tardamos más de 56 años en darnos cuenta que no es así, que mamá se habían quedado a nuestro lado, porque son fieles a sus familias, a sus hijos. Y seguro los que ayer despidieron a Jorge, su hija, su hijo, es bueno que lo sepan, porque el nunca jamás solo existe en palabras, en el dolor. Ellos se quedan, pacientes, singularmente pacientes, hasta que ven sanado el corazón de los suyos, y solo entonces, toman camino, y día cualquiera le avisan que, igual vamos para esos rumbos.
Mil gracias, hasta el próximo lunes.
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