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Hidalgo
lunes, diciembre 2, 2024

De Pollos Rostizados, Pan de Dulce y Adioses

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ESPEJOS DE LA REALIDAD

Quedó sentada a la mesa, esperando. Había servido agua caliente en las tazas de talavera que una Navidad le regalaron, de borde delicado y flores azules pintadas a mano. Los hijos habían salido a comprar un pollo rostizado, de esos que en noviembre sientan bien, cuando algo caliente parece abrazar el alma y ahuyentar el frío. Y así, llegaron las cinco de la tarde… pero él no.

Quizá, pensó ella, se había retrasado porque no quedaba pan de dulce y tuvo que ir más lejos a buscarlo. Las horas comenzaron a deslizarse y el pollo seguía intacto, abandonado en su envoltura. Llamaron varias veces, pero cada intento encontró solo un silencio al otro lado de la línea, un vacío inquietante que empezaba a pesar, un vacío que se iba sentando a la mesa con ellos.

El café en las tazas les supo amargo. Por más azúcar que le echaron, el sabor no cambió. Era como si el aire, la tarde y el silencio se hubieran puesto de acuerdo para quitarle el gusto a todo.

Finalmente, a eso de las ocho de la noche, el teléfono sonó.

La voz al otro lado les dio la noticia. Las conchas de chocolate y vainilla que él llevaba, habían quedado desperdigadas sobre la calle. En un segundo, él se había ido. Después alguien comentó que morir de un paro cardíaco es “una manera tranquila de morir; es repentino, no sientes nada y no duele”, como si las palabras pudieran devolverle el aliento a todo lo que se había ido.

Pasaron tres horas antes de que alguien notara al hombre caído en la calle, inmóvil, sin señales de vida. La piel había perdido su color, y las manos, heladas, aún sostenían la bolsa de papel de estraza, como si se aferrara al último vestigio de lo que alguna vez fue una promesa de retorno.

La señora Olga me contó esta historia mientras comíamos gelatina de zanahoria, piña y nuez, junto a una carlota de limón que Mary preparó para el cumpleaños de Yaz, la única hija de Olga. La historia no duró más de diez minutos, y rápidamente pasamos a otro tema. Celebramos un año más, porque la vida es solo un instante. Me quedé pensando en ese pan de dulce y en el café, que seguramente se enfrió sobre la mesa. Entre historias y risas, prendí tres cerillos, improvisando las famosas velas de cumpleaños. Fugaces, generaron una chispa y se consumieron rápido. Duran poco, pensé, y nosotros también.

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