PIDO LA PALABRA
Mantener el mismo nivel de lucha es desgastante y a veces el cansancio termina siendo el primer enemigo de los que se han propuesto salir del montón; así lo entiendo porque muchas veces me ha tocado ver que aquellos, en apariencia, incansables y exitosos hombres y mujeres, simplemente abandonan la lucha, se dejan vencer por la murria y la mediocridad de quienes los rodean.
Desgastante porque a veces hay que estar cuidando hasta el mínimo detalle de lo que se dice y se hace, pues siempre habrá gente a la caza de los errores para tomarlos como punto de destrucción; finalmente, todos somos seres humanos, por fortuna imperfectos, pues esa característica es el principal motor para movernos hacia horizontes con mejores perspectivas.
Nuestra libertad se ve limitada en el momento que nos damos cuenta que vivimos entre otros y, la mayoría de las veces, para otros; entre los primeros, hay gente que se encuentra al pendiente de la vida de los demás, con ello confirmando lo mediocre de su propia existencia, tratando de arruinar amistades que ellos no supieron hacer, malinterpretando deliberadamente las palabras con tal de pretender dañar o querer tener siempre una razón que tampoco supieron trabajar; con respecto a los segundos, ellos son, en el mejor de los casos, la motivación de nuestra existencia, la razón por la que a toda costa intentamos reprimir el cansancio.
Pero ese largo y sinuoso camino, y a veces contra corriente, termina por flagelar el ánimo, momentos cruciales en donde se piensa mandar al demonio a todo y a todos, gritarles que no podemos ser parte de esa indolencia propia de la época; restregarles en la cara la necesidad de que se muevan antes que el destino los alcance; hacerles entender que ellos tienen una vida que están miserablemente perdiendo en nimiedades ajenas en lugar de atender ese tesoro que inexorablemente transcurre, como lo es el tiempo.
El cansancio poco a poco va minando nuestros ánimos, y aunque hacemos todo el esfuerzo por no claudicar, estamos seguros que tarde o temprano la tarde llegará; pero seguimos adelante, aún en contra de aquellos que día con día ponen piedras en el camino.
A estas alturas, para muchos de mi generación, lo único que nos queda es seguir adelante, con la cabeza bien levantada, pues sabemos que el tiempo, citando a Eduardo Couture, se venga de las cosas que se hacen sin su colaboración.
Sin embargo, a pesar del desgaste y el agotamiento, no podemos darnos el lujo de detenernos, cada paso que damos, por más pesado que parezca, es una victoria sobre la inercia que amenaza con absorbernos; rendirse sería fácil, pero el precio de la resignación es demasiado alto. Por eso, aun cuando la fatiga nos golpee, nos aferramos a la convicción de que cada esfuerzo tiene sentido, de que cada tropiezo nos fortalece y nos prepara para lo que sigue. Porque el cansancio no es solo físico; es mental, emocional, existencial; es la suma de decepciones, de batallas perdidas, de sueños postergados; pero no podemos permitir que nos venza.
En cada derrota hay una enseñanza, en cada desilusión tenemos una oportunidad de reconstrucción, la clave está en sobreponernos, en no dejarnos atrapar por la comodidad del conformismo. La lucha sigue, y quienes persisten son los únicos que realmente alcanzan algo más grande que la simple sobrevivencia.
Así que sigamos, sin esperar aplausos ni recompensas inmediatas, solo con la certeza de que el tiempo, como un juez implacable, pondrá cada cosa en su lugar.
La fatiga es el precio de la determinación, pero también su mejor testimonio. Por eso, cada día que termina y sigo respirando, puedo mirar atrás con orgullo, sabiendo que, a pesar de todo, nunca me permitiré dejar de avanzar, pues como le digo a mis alumnos, utilizando una frase que escuché en alguna parte: aspiro a producir más de lo que consumo.
Las palabras se las lleva el viento, pero mi pensamiento escrito está.