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martes, abril 22, 2025

Ave, César 

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TIEMPO ESENCIAL 

Vivimos en un estado de incertidumbre sobre el futuro del planeta, de los que ocurren en contados momentos de la historia, cuando el desorden durante años avanza tan rápidamente, que la humanidad parece no acertar a resolver los acontecimientos que se le vienen encima.

Y no es que lo que sucede sea desconocido, sino que quienes debían resolver los problemas prefirieron continuar con los mismos vicios y abusos comerciales del mercado global que terminó por enriquecer a una elite financiera, y empobrecer a pueblos y comunidades antaño prósperos y pacíficos.   

Pese a ser los más beneficiados por ese sistema, los Estados Unidos no escaparon de ese proceso. Su población comenzó a sufrir la pérdida de empleos y beneficios sociales, mientras que la oligarquía financiera se enriquecía con sus inversiones en el extranjero, y la clase política caía en el desprestigio y la corrupción sin solucionar los problemas de sus conciudadanos. 

La historia es la maestra de la vida, pero como sucede frecuentemente hacemos poco caso a los buenos maestros, y preferimos a quienes nos dejan contentos. Roma padeció no una, sino varias crisis semejantes y en casi todas, su reacción fue la de buscar al personaje providencial y revestido de la fuerza suficiente para aliviar sus males. Nihil novum sub sole.

Y es así como aparece el personaje providencial, El Superman al que los vecinos del Norte dieron su confianza mayoritaria, considerando que cuenta con las cualidades extraordinarias para resolver los grandes problemas que les aquejan y ponen en peligro la existencia misma de su nación. 

Donald Trump, cuadragésimo séptimo presidente de los Estados Unidos de América, ha mostrado en los pocos meses de su mandato, una enorme capacidad para llevar al sistema-mundo al borde de sus posibilidades; provocando deliberadamente una crisis  de tanto alcance como nadie en la historia de su Nación –y posiblemente en la historia de la humanidad– haya intentado poner en marcha de un solo golpe.

Causando más rechazos que apoyos, el mandatario hace pedazos el lenguaje político, rompe con las reglas de convivencia entre personas y naciones, intenta regresar a un modelo económico abandonado hace medio siglo por su país, y trata de reconvertir a los Estados Unidos en la fábrica del mundo sin dejar de enriquecer a sus élites como nunca antes en su historia. Es decir, busca cambiar todo para que no cambie nada.

  Desde su primer período presidencial, ya tenía merecida fama de político sin escrúpulos ni principios; pero esto no fue suficiente para que sus conciudadanos reflexionaran su voto. Pero, ¿cómo hacerlo cuando no se quiere queso sino tan solo salir de la ratonera?  El pánico lleva al ratón a correr hacia las fauces del gato.  El republicano ganó el voto de jóvenes y pobres anglosajones. El sospechoso intento para asesinarlo le dio mayores simpatías. Denunció conspiraciones extranjeras en las campañas de sus contrincantes. Acusó a los migrantes de asesinos y traficantes. Goebbels no pudo haberlo hecho mejor.  

Pero Trump no engañó a nadie al momento de postularse por segunda vez a la presidencia. Simplemente, supo interpretar el estado de ánimo apoderado de los estadounidenses desde hace mucho tiempo; asociado a la declinación de su poderío mundial, la corrupción de su clase política y la pobreza creciente y su incapacidad para competir exitosamente en los mercados mundiales.

Trump supo aprovechar la frustración y enojo colectivos proponiendo a sus seguidores Make American Great Again, adoptando la imagen de Sheriff o Ranger, enemigo implacable de quienes pretenden destruir el American way of life.  Él mismo se presentó como víctima de las burocracias políticas y jueces reclamando justicia contra robos, abusos y persecuciones en su contra, cuando en realidad actuaba impunemente, desconocía autoridades e incitaba a las masas furibundas a la rebelión social y la violencia contra los migrantes, los trans y demás enemigos de “Oumérica”.  

Pocos son los personajes que pueden presumir de haber provocado un giro en la historia de la humanidad como el que él encabeza. Tal vez Julio César, Gengis Khan, Napoleón o Hitler, podrían contarse entre los pocos capaces de demostrar que no solo cambiaron el orden político, social y económico de su época; sino también la manera de ver, pensar y valorar la realidad  de varias generaciones; tanto o más que grandes visionarios como Buda, Quetzalcóatl, Sócrates, Cristo y Confucio en la antigüedad o Marx, Gandhi o Luther King en el mundo contemporáneo;  aun cuando sus seguidores terminaran por ceder a la lógica de las razones mundanas impuestas por los prácticos y violentos.  

Cristo reconoció que “ha de darse al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, sin que su prudencia fuera suficiente para impedir que el poder de Roma lo sacrificara. En cambio, sin mayores complicaciones, a Julio César le bastó exclamar Veni, vidi vici, al cruzar el Rubicón para fundar un imperio que, en lo esencial, sigue inspirando el deseo imperial de la cultura occidental sobre el resto del planeta. 

El Príncipe es un personaje que sabe convencer a sus súbditos que el origen de su poder es divino o resultado de capacidades extraordinarias; ocultando que es la simple y enfermiza voluntad de poder la que lo lleva adelante, sin reparar en minucias o prejuicios que se interpongan entre él y su objetivo. Después de todo, el fin justifica los medios

  Álvaro Obregón, hombre que salvó a México de sus salvadores, confesó alguna vez con sencilla presunción que desde Sonora vislumbró que llegaría a la presidencia de México; lo que logró pocos años después, tras abandonar su remota Navojoa y conseguir con las armas lo que jamás podría haber obtenido de otra manera.  

Quien se lo propone y hace a un lado los prejuicios puede, aquí y en cualquier parte del mundo, hacerse de poder y de refilón, de fama y fortuna. Solo que no basta el querer, es necesario el saber porque saber es poder. Entre el caudillo y el maleante vulgar solo hay una tenue frontera, difícil de identificar.  

  Trump es el punto de inflexión que – a la manera de Julio César –, llevará a sus últimas consecuencias a la República para instaurar abiertamente el cesarismo norteamericano; ambición siempre latente en el alma anglosajona, aunque oculta tras la hipocresía puritana. La nación de los hombres libres aspira desde siempre a ser la Roma del mundo moderno. Su historia es nuestra historia, repiten a cada generación los maestros de Harvard. 

¿Qué es muy tarde para alcanzar tal ambición?  No necesariamente. Roma ya era decadente cuando Julio César terminó con la República e instauró la casta de emperadores, que adoptaron su nombre como símbolo de poder mil años más allá de su muerte y muchos siglos más con el Sacro Imperio Romano Germánico, heredado a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Las democracias mueren jóvenes pero las tiranías son longevas.   

El Manco de Celaya buscó convertirse en el Caudillo de la Revolución pasando por alto el mandamiento inviolable de la no reelección del idealista Madero, sin pensar que burlarlo sería su sentencia de muerte y el inicio de la dictadura perfecta, donde el Señor Presidente en turno disponía del poder absoluto del estado con la única condición de no reelegirse en el mando. Una vez institucionalizada la dictadura el dictador salía sobrando.  Cesar caído en el Senado y Obregón en la Bombilla no fueron el final, sino tan solo el principio de una larga lista de pequeños déspotas beneficiados con el crimen de aquellos. 

A semejanza de Julio César o Álvaro Obregón, el fantasma de Napoleón ronda todavía los pasillos del Elíseo,  haciendo creer a Macron de poseer los arrestos y el talento suficiente para amenazar a Rusia con la guerra nuclear de no aceptar la paz con Ucrania. Olvida éste o tal vez no sabe  – la ignorancia de los mandatarios europeos actuales es asombrosa –,  que los Zares de todas las Rusias jamás han sido derrotados en su historia. 

No es cuestión de convencer con razones, los tiranos no necesitan ni tratan de persuadir a nadie. Miguel de Unamuno trató de hacerlo cuando los representantes del Caudillo Francisco Franco le espetaron el grito de “¡Viva la muerte, muera la inteligencia!” en el claustro universitario a lo que el rector de Salamanca contestó “Venceréis, pero no convencereís”, sólo para morir de tristeza unos días después; mientras que Franco se alzaba como caudillo de España los siguientes treinta años y aún hoy,  Salamanca prefiera olvidar la hazaña de su rector. ¿Habrá algún rector norteamericano capaz de enrostrar a Trump en defensa de la libertad de cátedra?

El cesarismo norteamericano es ya una realidad.  Como César se alió con Creso – el hombre más rico de Roma –, Trump lo hace con Musk, el Creso actual del planeta. Poder y riqueza siempre van de la mano. 

Los legisladores tiemblan con su sola presencia en el Capitolio, mientras Trump envía a su hijo a preparar la invasión de Groenlandia, quizá para ungirlo más tarde como el segundo César de la dinastía Trumpista. 

Suena absurdo y lo es, pero la historia real – no la que se inventa –, es absurda y a veces un dislate termina dando sentido a lo que la razón no alcanza a comprender.

Me disculpo si no correspondí a su optimismo; pero hoy el mío se fue de vacaciones. 

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