Espejos de la realidad
La conversación posible entre quienes miramos la misma cosa y tratamos, a tientas, de decirla
He escuchado, no sé dónde, que para escribir hay que prestar atención a las cosas. No sé si sea cierto. A veces me parece que, en el intento de explicar lo que sentimos, terminamos borrándolo. Y, curioso, aun así son las palabras las que me ayudan a darle sentido a todo.
Salí del cuarto a medianoche. Aquí no existe el frío: en mi espacio del mundo el calor se queda atrapado entre las paredes. Abrí la puerta para pasar a la cocina y el aire helado me espantó. Me serví un vaso grande con agua y, al girar, vi que la calle ya no era la misma. Todo se había cubierto de una materia blanca, frágil, que parecía borrar lo anterior. Me quedé quieta y, sin pensarlo, grité. Era la primera nevada que veía. La primera vez.
Esa sensación tan primaria de ver algo por primera vez y no tener con quién nombrarlo. Estaba sola. Me quedé mirando un buen rato, sin poder dejar de hacerlo. Salieron los valientes: desde la ventana vi a un niño lanzarse sobre la acera con esa inocencia de quien aún no conocen la palabra precaución. Las dos personas que lo acompañaban se reían y algo le gritaron. Pronto la ventisca subió y todos volvieron a sus madrigueras. Eran las doce de la noche.
Al día siguiente le conté a Arvin, un estudiante de preparatoria que me enseña palabras nuevas en inglés y tiene la costumbre, cada lunes, de preguntarme qué hice el fin de semana. Me dijo que era raro que nevara tan temprano. Luego hablé con Sheryl, la señora de la recepción que siempre escribe mi nombre con doble N: Marianna. Es su manera de nombrarme. Todxs utilizamos un lenguaje distinto con cada persona, palabras nuevas, un idioma que a veces se extingue, un nombre que solo vive en una voz.
Les pregunté a ambos cómo se siente ver nevar cuando una ya lo ha visto muchas veces. Sheryl dijo que se vuelve rutina. Arvin, que nunca deja de ser un poco mágico.
Qué extraño es compartir lo íntimo con quienes apenas se conocen, la nieve no solo como fenómeno, sino como un lenguaje que ni siquiera es mío. Tratando de explicarles una sensación con un “broken english”, con palabras torcidas, con mi idioma todavía en construcción. La conversación posible entre quienes miramos la misma cosa y tratamos, a tientas, de decirla.


