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La luna como remedio de muchos males

Mariana Peralta Zamora
3 Min de Lectura

ESPEJOS DE LA REALIDAD

De vez en cuando, cuando la vida me abruma, cuando me recuerdan las cosas que dejé pendientes, las palabras que nunca dije, los besos que no di y los abrazos que faltaron, salgo a mi balcón y observo la luna.

La de ayer era llena, abarcaba todo el lente del telescopio, encandilaba tanto que el teléfono no permitía capturarla en una foto. Qué buen remedio es tomarla, como dice Jaime Sabines; yo prefiero ponerla en el café y esperar a que haga nubes y estrellas, hasta beberla a sorbos. 

Mirar la luna debería ser obligatorio; ya lo hacíamos antes, cuando alzar la vista era esencial para guiarnos, para entender el camino si estábamos perdidos. Por supuesto, si uno se queda demasiado tiempo así, existe el peligro de perder el piso, pero hacerlo con moderación es un buen remedio para muchos males.

De todas las cosas, es ella quien más me entiende, quien más me escucha. Le he contado mis sueños, como el último, donde caminaba en un bosque rodeado de pinos tan altos que parecían tocarla. Me escucha todas las noches, me limpia las lágrimas. A veces, cuando le hablo de lo que me aqueja, deja de alumbrar para regalarme un poco de su luz.

A lo largo de los años, la luna ha sido mi confidente, ha guardado mis secretos más profundos. Su luz ha sido un recordatorio de que, aunque todo cambie, hay cosas que permanecen, inalterables, como ella. En noches de insomnio, cuando las dudas se apoderan de mi mente, la busco, sabiendo que tendrá la pomada específica para calmar el dolor. Me pregunto cuántas generaciones antes de mí habrán encontrado en ella el mismo consuelo. 

Tengo en un frasco esencia de luna; se aplica detrás de las orejas, pues su olor fresco y blanco es ideal para ir a dormir, evita empachos y alivia los corazones rotos. 

Mi padre me enseñó que no hay mejor compañía que ella. Es una tarea diaria saborear cada rayo de luna, cada constancia de la magia que rodea a los seres humanos.

Ayer me bañé en ella; sentí cómo se me metía hasta los huesos, me cepilló el pelo con un peine de cerdas de plata, y me entalcó todo el cuerpo, llenándome de lunitas por toda la piel. Cuando era niña, me dio un beso tan fuerte en la mejilla que quedó marcado para siempre.

Hoy en la noche, le voy a pedir que se vuelva menguante y me deje abrazarla, para nunca dejarla ir. 

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