ESPEJOS DE LA REALIDAD
En México, la justicia falla. Lo escuchamos en las noticias, lo vivimos a través de un familiar, lo leemos en los periódicos, está en nuestro día a día. Sabemos que tiene errores, a veces en mayúsculas. No hay quien no conozca una historia de injusticia, un caso de impunidad que no se resolvió, un derecho que no se protegió a tiempo. Y todos lo sabemos, aunque no siempre lo digamos en voz alta: nuestra justicia está hecha de parches, de decisiones que a veces llegan tarde, de una deuda histórica con los más vulnerables.
Pero, ¿qué pasa cuando, además de las imperfecciones que conocemos bien, sentimos que esa justicia empieza a volverse cada vez más insegura? Que ya no basta con que el sistema sea imperfecto, sino que lo que antes parecía estar “equilibrado” se convierte en una herramienta al servicio de otros intereses. Y, entonces, la pregunta se vuelve urgente: ¿quién decide qué es justo en este país?
La reciente reforma judicial que está dando de qué hablar es un reflejo de esta inquietud. El poder judicial mexicano, que ya de por sí no goza de una confianza total, empieza a sentirse aún más vulnerable. Y no me refiero a una crítica a los jueces o magistrados, sino a cómo el mismo sistema puede ser manipulado para que su autonomía no sea respetada. Porque, al final, esa independencia es lo único que nos garantiza que la justicia será imparcial y que no se convertirá en una herramienta para apuntalar a quienes ya tienen el poder.
Imaginemos por un momento un escenario sin esta independencia. Un tribunal que se convierte en la extensión del Ejecutivo o del Legislativo, pierde, por completo, su legitimidad. ¿A quién le serviría un tribunal así? ¿A los poderosos o a los ciudadanos y ciudadanas que buscan una respuesta justa, en tiempo y forma? Aquí, y lo repito, el verdadero costo no lo pagan los que están en la cima, sino quienes siempre han estado más lejos del poder: las personas más vulnerables.
Este es el verdadero reto. No se trata solo de una reforma más, sino de un ajuste legislativo. Se trata de lo que significa vivir en un país donde la justicia es la única que puede garantizar nuestros derechos. A veces olvidamos que la justicia es un derecho humano, no una cortesía del poder.