ESPEJOS DE LA REALIDAD
Quien tiene interés en la creación de textos sabe que escribir de manera continua no es solo sentarse frente al monitor y teclear durante una hora ordenando palabras. Existen personas con un talento innato para la cadencia, donde las oraciones fluyen y los hilos del pensamiento se entrelazan casi sin esfuerzo. Pero yo hablo de otra cosa.
Me refiero a quien ve la escritura como disciplina: la labor diaria de sentarse y dedicar dos o tres horas a continuar un texto en proceso, en especial cuando no es un escrito momentáneo, sino uno que exige investigación, revisión y reescritura.
El asunto es que he descubierto que, para convertir una motivación en disciplina, la persistencia es fundamental. No solo en el sentido de repetir una acción, sino de integrarla al núcleo de quien la practica, como lavarse los dientes, amarrarse las agujetas o prepararse un café. Lo que al principio es un esfuerzo consciente, con el tiempo se vuelve hábito.
Y es que, al escribir, uno también aprende de sí misma. A veces se tiene una idea clara del texto y su estructura; otras, no. Hacerse un hogar en la escritura es reconocer el espacio que se habita, recorrerlo, descubrir sus rincones, encontrar las paredes blancas y decidir cómo arreglarlas. Lo mismo que con este texto: cuando, hablando por teléfono, Diego me preguntó de qué escribiría esta semana, tenía la mente en blanco. Después de unas cuantas oraciones, sugirió dirigirlo al proceso que semana tras semana uno lleva para crear un texto.
A veces la escritura se convierte en una conversación constante entre lo que uno quiere expresar y lo que realmente se tiene por dentro. En este vaivén, la técnica no es más que una excusa para afinar el estilo y la voz. No se trata solo de seguir una fórmula o un camino marcado; es, en su esencia, un proceso de aprendizaje donde cada palabra es un paso más hacia el entendimiento de uno misma. No hay un punto final en la escritura, sino una serie de estados de flujo que van mutando constantementeEntender que no existe un filtro más que el ojo propio entre lo que pienso y lo que escribo se vuelve enormemente gratificante. En el libro De qué hablo, cuando hablo de escribir, Haruki Murakami señala que, en el hecho de escribir, se oculta una intención de curación de uno mismo. Cualquier acto de creación tiene, en mayor o menor medida, esa intención de añadir algo personal, de corregirse a una misma. Y es cierto: escribir es, en esencia, un acto de autoconocimiento y de reconciliación con lo que somos, de encontrar la forma en que nuestras ideas se ordenan para darles un sentido más profundo.