Yo maté a Villa

FAMILIA POLÍTICA

“Mire usted, señor, yo he andado entre los millones de onzas de oro,
y nunca, se lo juro, me he robado nada…
Si así lo hubiera hecho, como muchos, ¡Francisco Villa habría sido una vergüenza de su raza!”
General Francisco Villa

En este tiempo, cualquiera se dice historiador y cualquiera se siente periodista. Yo concluyo que no todo el que lee o cuenta historias, es historiador, ni todo el que escribe en periódicos, es periodista. La anterior tesis encontró ante mí su afirmación documental, un día que la diosa fortuna me favoreció: el As de Oros, al azar llegó a mis manos para hacerme ganador del libro Una semana con Francisco Villa en Canutillo, que la cultural generosidad de Juan Manuel Menes, como todos los jueves, llevó al desayuno de amigos, precisamente para que la baraja decidiera, quién se quedaba con él.
    Difícilmente un miembro de mi generación, no tiene presente la histórica entrevista que el célebre tabasqueño, Regino Hernández Llergo, Maestro del Periodismo contemporáneo, le hiciera al Centauro del Norte y que El Universal publicara los días doce al dieciocho de junio de 1922. El Hombre-leyenda, que al nacer llevara el nombre de Doroteo Arango, transformado en Francisco Villa por obra y gracia de la Revolución Mexicana, murió acribillado un año después de las publicaciones.
Aunque, al parecer, no existen pruebas suficientes para afirmar que Hernández Llergo y su periódico fueran padres indirectos del magnicidio de Parral, confieso que yo vivía en el error (no soy historiador, ni periodista); creía que el autor de un librito que en 1960 saliera a luz, bajo el signo editorial de “Populibros La Prensa”, con el título Yo Maté a Villa, era de la autoría del hombre a quien Blanco Moheno llamaba Papá Regino.
Villa, aunque alejado de la política y de toda mundana publicidad, un día sucumbió a la tentación de los reflectores mediáticos, seducido por la fuerza de El Universal y por la bonhomía del reportero; para dejar salir, sin tapujos, lo que su inquieto y rebelde espíritu le dictó; en consecuencia le cortaron (literalmente) la cabeza, hasta entonces prudentemente oculta. Ayer me enteré que el escritor del populibro en cuestión, fue Víctor Ceja Reyes, quien estudió al principal asesino material: Melitón Lozoya. En aquel tiempo, como siempre que se infiere un crimen de Estado, el colectivo ingenio mexicano generó la siguiente pregunta, seguida de su malévola respuesta: ¿Quién mató a Villa?… ¡Cállese la boca!
“El reportaje de El Universal (dice Ignacio Solares en su prólogo) muestra a un Francisco Villa casi irreconocible… ya no es el bandido que se convirtió en uno de los principales caudillos de La Revolución; ya no es el guerrillero que realizó la única incursión militar que ha sufrido Estados Unidos en su propio territorio… Tampoco es ya Pancho Villa el asesino de curas y gachupines. Busca acercarse más bien a la imagen apacible de amigo y bienhechor de los pobres, los campesinos, los desesperados…”
En los primeros capítulos de la amplia entrevista, Hernández Llergo refiere, de manera muy sabrosa, las vicisitudes que tuvo que pasar para llegar a la lejanísima hacienda de Canutillo, cerca de Parral, Chihuahua, inmueble que el entonces Presidente Adolfo de la Huerta regaló a Villa al dejar, éste, las armas: generosas hectáreas de terreno agrícola y un casco en ruinas, fueron recompensa y reto de sobrevivencia digna para El Centauro y un centenar de Dorados perfectamente armados, en compañía de sus respectivas familias. La única condición, fue que Don Francisco no interviniera en cuestiones políticas durante todo el mandato del Presidente Álvaro Obregón. Durante mucho tiempo, ningún periodista logró transponer la férrea muralla humana que protegía la intimidad del Caudillo.
Gracias a sus contactos y habilidad personal, el audaz reportero alcanzó su objetivo. Así describe su primer encuentro: “El General Villa, instantáneamente nos barrió de una rápida mirada, de arriba abajo. La misma mirada atemorizante, fuerte, penetrante, espantosa: obligando a cualquiera a bajar la vista. Me tendió la mano que llevaba vendada con un gran pañuelo blanco, y noté que no gusta de ser muy expresivo en el saludo con personas a quienes acaba de conocer. Tiende la mano y deja que se la estrechen sin hacer él el menor esfuerzo”. De esta manera se inició la histórica semana de El Universal, en Canutillo. Gabriel García Márquez aún no había escrito su Crónica de una muerte anunciada.
Villa, hermético, desconfiado, ladino… poco a poco soltaba la lengua al calor de las diarias “platicaditas” de sobremesa; en esa época el llamado Gran Diario de México, celebraba lo que llamó el “Concurso de Exploración Nacional”, para medir la popularidad de los aspirantes a la Presidencia de la República. Al preguntar si conocía los últimos reportes, la respuesta fue: “Un mexicano vota por cualquiera, sólo porque le han dicho que es bueno, o porque él cree que lo es, sin saber los defectos que tiene su candidato, porque eso sí, no hay quien se lo diga, ni prensa donde lo lea… Se puede dar el caso de que su candidato sea un ladrón, un mal funcionario, uno que no hace ningún bien a su raza, sino que sólo se preocupa por su bienestar personal”.
Al continuar el interrogatorio, el reportero dijo: “La mayoría, General, la llevan Don Adolfo de la Huerta en primer lugar, después el General Calles y el Ingeniero Palavicini…” “Son tres políticos distintos, contestó inmediatamente Villa. Fito es muy buen hombre y los defectos que tiene son debidos a su bondad excesiva. Fito es un político al que le gusta conciliar los intereses de todos y el que logra esto hace un gran bien a su patria. Fito es una buena persona, muy inteligente y no se vería mal en la Presidencia de la República”…¿ Y el General Calles? “Tiene muchas buenas cualidades, pero también, como todos los hombres, algunos defectos… En materia obrera, por ejemplo, los líderes del bolchevismo en México y en el extranjero, persiguen una igualdad de clases imposible de lograr; la igualdad no existe, no puede existir; es mentira que todos podamos ser iguales… La sociedad para mí es una gran escalera en la que hay gente hasta abajo, otros en medio, subiendo, y otros muy altos… Es una escalera perfectamente bien marcada por la naturaleza y contra la naturaleza, no se puede marchar… Esto no tiene remedio. Yo nunca pelearía por la igualdad de las clases sociales…”
En el penúltimo día de la visita, nuestros personajes siguieron en la platicada; el entrevistador dijo: “En ese concurso usted tiene también muchos votos, General” “¿Sí? Eso le demostrará el gran partido que tengo entre mi pueblo. Esos votos son de mexicanos agradecidos que saben que he luchado por mi raza. A mí me quiere mucho mi pueblo… Y yo tendría más votos, pero hay miles de mexicanos, partidarios míos que están “silencitos”, porque saben que yo estoy alejado de la política. Ellos nomás esperan que yo autorice para entrar en las elecciones y aplastar a los demás, pero no será. Yo he ocupado altos puestos en la política, pero sé que soy inculto… hay que dejar eso para los que estén más preparados”.
En la entrevista se advierte el perfil de Villa: patriarca, hombre de campo, admirador de los gallos, las mujeres guapas y los caballos finos; el caudillo que vive enclaustrado en su hacienda por respeto a su palabra, pero que se autodefine como el único mexicano que “en cuarenta minutos puedo reunir a cuarenta mil hombres armados y llevarlos a la guerra”, con el simple conjuro de su palabra mágica y de su probada valentía.
Seguramente, la entrevista no fue del agrado de quienes gobernaban al país, pues sabían que no eran baladronadas: Villa murió a balazos pero no en el campo de batalla, sino en la paz de su retiro, víctima de los temores y las traiciones. ¿Verdad que Hernández Llergo también pudo suscribir la terrible confesión: yo maté a Villa?

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