RETRATOS HABLADOS
No dejamos pasar un solo día sin caer en la tentación de escribir sobre el mundo de la política, que a ciencia cierta uno no sabe si en realidad tiene como contenido fundamental la vida. Mas se acerca a un remedo de vida, una puesta en escena constante y eterna, donde se marcan como elementos inservibles los sentimientos (no hablamos por supuesto de los fingidos que tanto abundan en estos menesteres).
Todos los días, a la hora del desayuno, comida y cena, si es que alcanzamos, es un eterno discutir si el inquilino de Palacio Nacional tiene la razón, si el poder lo ha convertido en un personaje ajeno al de hace apenas unos años, si sus “corcholatas” o “tapados” ya se cayeron, que es lo mismo; si Xóchitl de repente es la enemiga del sistema a vencer, si el país será gobernado de nuevo por militares, si no se puede confiar en los que tienen las armas…
A todas horas, en todas partes, hasta en la intimidad de la familia y con las personas amadas, el tema es el mismo, porque decidimos guiar el destino de nuestro pensamiento por lo que dicen en las mesas de “análisis”; en los programas, donde un antes vendedor de productos porque era publicista, también de repente es adalid de la libertad de expresión. Porque resulta que cuando un personaje de poder se desboca y tunde a quien se le pone enfrente, ya levantaron la mano los que nunca han sido periodistas, para defender los derechos de esos a los que ni conocen, ni les interesan, ni les simpatizan.
Los pocos que de verdad han sido periodistas ya se murieron, unos muy dolidos en el alma porque a quien consideraban su amigo, compañero de ideales revolucionarios, lo primero que hizo al llegar al poder fue desconocerlos, y ponerlos en las listas de “chayoteros”.
Es la misma historia, pero como nunca, ha crecido el sentir del “pueblo” (otro ingrediente que en términos reales no existe) de que el periodismo se nutre y está conformado por miserables mentirosos, verdaderos asaltantes sin antifaz -que los hay-, y amenazan a cuantos se cruzan en su camino si no le entra con su igual, sin pena de aparecer como el “corrupto, malsano, amigo de narcotraficantes”; pero, si sucede lo contrario, será entonces, “el culto y caballeroso funcionario”.
No pasa día, hora, segundo, sin que esta discusión se incremente, y de repente hasta en el hogar el padre de familia ya califica de adversario al hijo, a la hija, que no comulga con sus ideas.
¿En qué hemos caído?
¿Es posible no descubrir que al final del día el quehacer político, contadas sus honrosas pero cada vez más escasas excepciones, se nutre de personajes de un nivel ínfimo en cuanto a la filosofía que debiera nutrir sus expectativas de alcanzar el poder?; ¿no vemos, con profunda tristeza, que todo se ha convertido en una disputa vulgar a muerte por el poder a secas, sin ningún otro ingrediente que arrebatárselo al otro para seguir la espiral eterna de las venganzas?
Todos los días, todos los meses, todos los años recientes, nada nos había unido tanto para pelearnos, como la discusión de si uno es santo y otro es diablo, si uno es honesto y el otro corrupto, si uno tiene la razón y el otro de ninguna manera.
Ya es tiempo de reencontrarnos en la mesa del comedor, y no invocar, bajo ninguna circunstancia, el tema único que nos ha tenido en plan de adversarios, neoliberales y conservadores; y los que van a salvar al país, a reconstruirlo, porque dicen que así lo han dejado.
Ni unos, ni otros.
Es tiempo de vivir nuestras propias vidas.
Mil gracias, hasta mañana.
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