El Faro
Ésta es una expresión clásica que indica que las cosas se repiten, que algo o alguien volvió nuevamente por los mismos derroteros. Con un tono un tanto picante, significa que algo mal hecho nuevamente se repitió por la misma persona.
Ya habíamos puesto por escrito en columna anterior, cómo el presidente, residente del Palacio Nacional, había arremetido contra la voz de los ciudadanos. Digo ciudadanos, máxima categoría constitucional y nacional. No digo pueblo, no digo pueblo bueno, no digo gente. Digo ciudadanos.
En estas últimas semanas se han dado dos manifestaciones ciudadanas masivas: la convocatoria al zócalo en defensa de una institución democrática y el reclamo por miles de gargantas reclamando una mejor situación para todas las mujeres de México. Ninguna de las dos convocatorias es baladí. Ninguna de ellas defiende causas que no sean atendibles. Ninguna fue respondida por poquitos ciudadanos.
La respuesta oficial consistió en un rosario de improperios, de ninguneos, de acusaciones frontales, de desprestigios, de burlas, de excusas que pudieran “justificar” el no atender el reclamo de miles de ciudadanos. Esto es lo que no se puede aceptar. Más allá de la naturaleza de los reclamos. Más allá de si se comparten o no. La primera tribuna nacional no se puede dirigir en ningún momento de manera irrespetuosa contra ciudadanos que pacíficamente se expresan con libertad de manera respetuosa. Los ciudadanos siempre son más que sus gobernantes.
Lo esperable de la máxima autoridad es que, desde su alto conocimiento, sea capaz de articular argumentos y dar razones especializadas y técnicas que procuren una mayor claridad respecto al estado de las cosas en la nación. Argumentos, razones, acciones, programas de acción, programas de mejora, no vilipendios ni descalificaciones. Siempre de manera respetuosa, no subido en la altura de su poder. Dando prioridad al diálogo y a la participación, y no aprovechando el soliloquio mañanero en donde no hay mensaje de regreso, ni posibilidad de intercambiar palabra porque no se permite interlocución.
Probablemente vivamos en una sociedad encerrada en las individualidades, siempre con prisa, nunca con tiempo para escuchar a los demás, para reflexionar sobre sus razones. Esto nos asoma a un peligroso abismo de aislamiento y de insensibilidad a las necesidades de los demás. Si esto nos puede suceder a todos, ¿qué pudiera suceder si la máxima autoridad de nuestro país se encierra en sus propias palabras y las usa para desprestigiar a los demás?
Se trata de un fenómeno que aparece en todo el mundo en nuestros días. La polarización, fruto de la incapacidad para el diálogo. La verborrea en lugar del silencio para oír al otro. La agresividad en las palabras.
¿Nos extrañamos de la guerra en Ucrania? ¿Nos extrañamos de las tensiones entre Estados Unidos y China? ¿Nos extrañamos de la violencia por doquier? ¿Nos extrañamos de las muertes y de las desapariciones? Posiblemente todos estos fenómenos mortales tengan en común, llevada al extremo, la incapacidad de escuchar a los demás y de salir del egoísmo patológico de quien cree que es el único centro del mundo. Ya son muchas las agresiones desde la silla presidencial, aunque no es el lugar desde el que se esperaría recibirlas. Pero sigue la mata dando.