FAMILIA POLÍTICA
El Valle estéril es símbolo de la sociedad que lo habita;
también de la desesperanza. Se interioriza en cada individuo;
se hace dolor, desánimo, fatalismo… Por algunos momentos
se cuelan cachitos de felicidad, pero no están al alcance de todos.
PGH.
El Sincretismo Religioso se define como simbiosis de dos tradiciones diferentes que se asimilan mutuamente y dan como resultado el nacimiento de un nuevo culto, con elementos de ambas. Ocurre de manera paulatina, cuando las culturas se ven obligadas a cohabitar en forma armónica. Claro ejemplo de esto se advertía en la fe religiosa de pequeñas comunidades en el Valle del Mezquital, La Sierra, La Huasteca, El Altiplano… Por ejemplo, la Virgen de Guadalupe es producto sincrético de la diosa Tonantzin, con una imagen española; lo mismo sucede entre las figuras de San Isidro Labrador y Tláloc. Seguramente buscando con cierta asiduidad, se podrían hallar otros ejemplos de éste, aparentemente imperceptible fenómeno, creado por los dominadores españoles para someter a los indígenas, en alianza con sus propias deidades. Como se trata de un proceso lento, considero que, en ciertos aspectos de nuestra vida cotidiana, el Sincretismo se encuentra inacabado.
Me consta que todavía vive en el inconsciente colectivo El Nahual, ser mítico que se transforma en animal a voluntad, para robar lo que puede (generalmente alimentos) en las paupérrimas casas de sus vecinos. Este personaje es muy popular, aunque cada día se queda más en el campo de lo imaginario, de los entes de ficción. Recuerdo con terror un cuadro que tiene en su despacho un amigo que es abogado. En él se capta el momento preciso en que un hombre inicia su metamorfosis para transformarse en perro, coyote o un cánido similar; en su rostro se advierte un rictus de éxtasis.
Esto viene a colación para entender la mentalidad del niño Juan Pedro, mientras estudiaba los últimos grados de la escuela primaria, allá en el pueblo. Personas que, siendo niños, penetran en la esencia de los monstruos, demonios o semidioses de su entorno, dejan que la naturaleza de estos seres se impregne en ellos y los acompañe hasta la universidad o cualquier otro centro de altos estudios, en donde no mueren ni los dioses ni los héroes; un proceso inacabado de Sincretismo, permite que los miedos permanezcan y los rezos a los arcángeles vencedores, parezcan partes de la vida cotidiana de hombres y mujeres, a solas con sus supersticiones, miedos, credos, pesadillas. Los relatos de fantasmas y aparecidos se escuchan todos los días; los artistas plásticos locales, pretenden plasmar en sendos lienzos, los dictados y aún las contradicciones de su fe. En lugares estratégicos del campo o la ciudad, se ubican pequeños altares para honrar a un amplio catálogo de deidades: desde ídolos de barro, hasta el Santo Malverde o la Santa Muerte.
El ser humano busca a Dios por considerarlo su proveedor sobrenatural, personificación de La Divina Providencia; invoca su presencia cuando algo necesita. Sí, puede tener la idea de que “Dios es amor”, pero también es Padre y, por lo tanto, tiene obligación de dar y ayudar.
Cuando Juan Pedro terminó su educación primaria, se abrió una polémica familiar para definir su destino; ¿a dónde debería estudiar la secundaria? Hijo único de una Profesora rural y un distinguido ciudadano del pueblo; sin familiares cercanos en quienes confiar la custodia del temprano adolescente, sobreprotegido (sería la primera separación importante de su vida). Sus padres lo sabían un ser temeroso y débil, melindroso y exageradamente consentido. Las nociones de religión le llegaban de manera tradicional y muy deficiente; la Profesora recibió una educación socialista y poco apegada a las cuestiones de la fe. Definitivamente no estaba preparado para adquirir otras costumbres.
La Profe era originaria de un estado vecino, aunque desde muy joven estudió y vivió en Hidalgo. Para no desproteger a “su hijito”, lo puso bajo la protección de su mamá y sus hermanos, en la capital de su Estado de origen. Así se dio para el debutante estudiante de secundaria, una serie de cambios drásticos. Para empezar, dejó de ser el “hijo de la Maestra”, para estrenarse bajo el título “sobrino de la lechera”; acostumbrado a caminar y correr por amplios espacios en su tierra, ahora su hábitat se veía reducido a un cuarto, en el cual con esfuerzos cabía una cama que debía compartir; el wc era colectivo para toda la vecindad y obviamente no toda la gente tenía la cultura para mantenerlo limpio. Otros jóvenes que ocupaban viviendas vecinas, al saber la “extranjería” de Juan Pedro, disfrutaban haciéndole bullying, que él resistió sin problemas. El primer año de secundaria transcurrió con relativo éxito. El único conflicto interno de cierta relevancia, era la lejanía, la nostalgia por los padres, la casa, los amigos, los animales… Para colmo de males, una prima a la cual se había encomendado su cuidado, tomó la nada sabia decisión de casarse.
Preocupada hasta el extremo, la Profesora Isabel decidió regresar a su hijo a su circunstancia natural. El periodo escolar se encontraba avanzado y no hubo escuela disponible para continuar el segundo año, así se perdió este ciclo.
Casi al mismo tiempo aparecieron en la vida de Juan Pedro, dos fenómenos que cambiarían para siempre su vida. Alejado de su casa, familia y amigos, ponía más atención en su nuevo entorno. Lujosos automóviles se estacionaban “muy cerca de sus ojos y muy lejos de su vida”.
El adolescente con cara de niño, aunque estaba sólo, era profundamente reflexivo. Le costaba trabajo imaginar el costo de un coche con las características que tenía enfrente; hasta entonces empezó a generar consciencia de las diferencias de clase; sí, en el mundo convivían ricos y pobres, compartían el mismo espacio, el mismo cielo, pero jamás serían iguales. Desde entonces, se entronizó en su subconsciente la seguridad de que un carro lujoso estaba totalmente fuera de su alcance, por mandato divino. Primera revelación, repito: consciencia de clase.
La segunda, consecuencia de la primera, era buscar al responsable de la pobreza y de todas las desgracias que traía consigo. Ahora sí, la religión era tomada con rigurosa disciplina, la tía “A” lo obligaba a ir a una misa infantil, todos los domingos a las ocho de la mañana, cuando era el único día en el cual podría levantarse tarde… ni modo, la disciplina, ante todo; pero la tirria en contra de la iglesia se nutría, hasta límites casi patológicos. Más aún, un domingo, nuestro personaje llegó a misa y encontró a un sacerdote furibundo, porque un niño inquieto por naturaleza, estaba jugando durante la perorata del franciscano. “Niño— clamó con coraje— deja de estar jugando cuando yo hablo. Voy a decirte que un día, uno como tú no hacía caso a la misa; salió un demonio de entre las bancas y le asestó una terrible bofetada”, al mismo tiempo que le decía: “Lo que haces no tiene perdón, nosotros los demonios ya no podemos ir a misa y tú desperdicias la gracia del cielo que Dios te ha dado”.
Desde que Juan Pedro me contó esto, hasta la fecha, antes de tomar mi lugar en la misa, reviso con todo cuidado cualquier posible escondite de un demonio cacheteador.
Continuará…