VA DE CUENTO III

VA DE CUENTO III

FAMILIA POLÍTICA 

“Me gusta andar, pero no sigo el camino

Pues lo seguro ya no tiene misterio

Me gusta ir, con el verano, muy lejos

Pero volver junto a mi madre, en invierno,

Junto a los perros que jamás me olvidaron

Y los abrazos que me dan mis hermanos”.

Facundo Cabral.

La nostalgia por la tierra natal y sus creencias, pega fuerte a cualquier edad y deja su huella. Hay niños que desbordan la alegría de su fe por todos los poros de su piel; otros son callados, taciturnos y las manifestaciones religiosas surgen en ellos más por temor que por amor: temor a la familia, a la sociedad, a la propia divinidad que reconoce, sobre todo, cuando escucha la pregunta ¿no tienes temor de Dios? Entonces, imagina a un ser poderoso e iracundo que observa su vida externa y sus sentimientos internos, sin otro propósito que castigarlo. El temor de Dios debiera expresarse mejor como “temor a Dios”, lo cual, en un ser humano adulto con un mínimo de sentido crítico, le lleva a advertir la paradoja: ¿por qué si Dios es amor, quienes nos reconocemos como sus hijos, debemos tenerle miedo? Juan Pedro, a su edad, no entendía esa parte, seguramente era por su deficiente formación religiosa, la cual se reducía a las pláticas con la tía Lupita, quien era de mucho corazón, pero de escasas luces; hacía lo que podía y, a veces, lograba su cometido. En una de esas raras ocasiones en que logró contactar con la parte mística de su sobrino, éste, vagando por el centro de la ciudad, se encontró de pronto ante la presencia imponente de la catedral; en esos momentos (a las seis de la tarde de un otoño), se encontraba totalmente sola.

Imbuido de auténticas ganas de orar, Juan Pedro penetró al sagrado recinto, en una de cuyas capillas laterales había, en tamaño natural, un Cristo crucificado con expresión de terrible sufrimiento que el artista logró plasmar en la escultura que adornaba el altar principal. Nuestro personaje permaneció un buen rato observando el rictus del Nazareno y trató de penetrar en su sufrimiento, sus causas, sus consecuencias. Juan Pedro era un niño con alta sensibilidad, aunque escasa instrucción mística.

La observación de aquel divino rostro transmitía inenarrables dolores; la sangre le bañaba el rostro por las lesiones que provocaban la corona de espinas y los azotes, al mismo tiempo que la sangre manaba de su costado, atravesado por una lanza romana, todo esto provocó en el muy joven observador, un miedo cerval; si bien es cierto, se sobrecogió ante el sufrimiento del predicador crucificado, su pánico fue superior a su compasión. El miedo lo paralizó unos instantes; un frío sudor recorrió su espina dorsal y sin pensarlo, salió corriendo con la clara sensación de que era perseguido por un tropel de seres infernales que querían enseñarle que a Dios se le quiere, pero también se le teme de manera irracional.

Saliendo de la catedral, la imaginaria persecución si bien bajó de intensidad, siguió presente, agravada por un sentimiento de culpa al hacerse los siguientes razonamientos: primero ¿por qué si él era bueno y entró a la capilla con la mejor intención de orar y comunicarse con Dios, se encontró con las imágenes que le causaron pánico? Segundo: ¿si Dios es encarnación de bondad, seguramente le daba miedo porque él era intrínsecamente malo?

Esa sensación de culpa acompañó a nuestro personaje durante largo tiempo.

Las clases en segundo de secundaria exigían cumplir con un horario de las siete de la mañana a las dos de la tarde; si a esto se agrega que la prima (casi hermana); que los padres de Juan Pedro habían designado para su custodia y cuidado, se había retirado, escuchando el mensaje del amor. Revivió el llamado del pueblo natal. Atrás quedó la culminación de ese año escolar. El inminente regreso no logró concretar su continuidad. Así, Juan Pedro dedicó íntegramente su tiempo a ayudar a su papá en las faenas del campo, más bien, acompañando a los peones a compartir sus actividades de trabajo dentro y fuera de la casa. 

Concluido el año escolar, tendría que realizarse el siguiente. En ese tiempo no existía ninguna secundaria oficial; solamente se podían continuar estudios en el ICLA (hoy UAH); en el Poli (hoy sistema de escuelas técnicas) y en la Normal del Estado, aunque el ciclo anterior había suprimido los estudios de secundaria, para dejar solamente los tres de Normal para profesores de Educación Básica.

Así pues, la oportunidad de seguir la formación académica del joven campirano, fue en una escuela secundaria vespertina particular. Corrían los primeros años de la década de los sesenta; los medios de comunicación eran absolutamente deficientes y estudiar requería esfuerzos extra, en relación con los chavos del área metropolitana. En esta circunstancia, había que viajar diariamente por la tarde, en bicicleta, los aproximadamente cuatro kilómetros que había entre la casa materna y el entronque con la carretera federal. Una amable familia que tenía en este punto su domicilio, se encargaba de cuidar su medio de transporte, mientras el joven estudiante se dirigía a la capital del Estado, en donde la jornada escolar lo mantenía ocupado de las tres de la tarde a las nueve de la noche, incluyendo las ocasiones en que la cartelera convencía a nuestro personaje a dejar un día las clases, para disfrutar de un atractivo programa cinematográfico.

El regreso tenía sus partes épicas: el camino era de terracería, sin más luz que el equipo de la bicicleta y sin más compañía que los perros ladrando a lo lejos y uno que otro ser (hombre o fantasma) que llegaba a atravesarse por el camino. Esta etapa en la vida del muchacho, fue particularmente formativa. La historia de mitos, temores, leyendas… durante muchos años ha sido capaz de ubicar en varios puntos de la geografía nocturna, una serie de luces fantasmagóricas, aparecidos de dudoso origen y presencias demoníacas que hacía a cualquiera, y más a esa edad, tenerle miedo a la noche y a la oscuridad en un pueblo como aquél. Esta experiencia por sencilla que parezca, influyó mucho en el carácter y seguridad de quien tenía que realizar ese recorrido, si quería verse alguna vez con la suficiente escolaridad para seguir adelante en una ansiada carrera académica, que para ese tiempo no se sabía de qué tamaño tenía que ser. 

El camino estaba trazado, el destino era incierto, aunque se sabía lejano.

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