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VA DE CUENTO

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VA DE CUENTO

FAMILIA POLÍTICA

“Jacinto Cenobio, Jacinto Adán,
si en tu paraíso solo había paz,
yo no sé qué culpa quieres pagar
aquí en el infierno de la ciudad”
Francisco Madrigal Toribio

Érase una vez un niño que al nacer heredó dos realidades que él no conocía. En ese tiempo, el idioma español no registraba aún los neologismos que cincuenta años después, de manera esquemática dividieron en clases a toda la sociedad mexicana: fifíes y chairos.

Nuestro personaje, en una de sus facetas era totalmente fifí, pues su mamá era la profesora del pueblo y su papá, miembro de una de las familias más representativas. Tenía una casa que se distinguía de todas las demás, por su estructura de mampostería y techo de cemento, con amplios corredores de teja, cuidadas bardas de piedra y pilares de tabique. En estos espacios que la Profe cuidaba con esmero, había numerosas macetas con plantas de ornato: geranios, hortensias, azucenas, alcatraces, bugambilias… En las columnas sufrían su cautiverio en sendas jaulas, tzenzontles, gorriones, calandrias, huitlacoches, palomas… En la casa, rodeada de añejos pirules, se respiraba un ambiente de paz y tranquilidad al lado del niño, cuya condición de hijo único lo hacía, en ese medio, un ser lleno de privilegios.

Extensos terrenos delimitaban las propiedades de la familia, animales domésticos deambulaban por todas ellas, en donde aparecían de cuando en cuando, humildes casas de penca o tejados modestísimos, que eran habitabados por los peones y sus familias.

Juan Pedro, nombre de nuestro protagonista, era hijo de Don Filogonio y de la Profesora Isabel. El origen humilde de ambos, les hizo transmitir a su unigénito profundos valores de igualdad con los trabajadores de su casa y con los hijos de éstos, quienes eran sus compañeros de escuela. A pesar de las notorias diferencias en sus orígenes, en su condición económica, social, cultural… La igualdad era el valor fundamental que, sin saberlo, practicaban los niños en sus juegos cotidianos. Es necesario sumar el hecho de que en todo el pueblo y varios a la redonda, no existía un solo profesionista universitario: ser médico, ingeniero, licenciado… Eran cumbres tan lejanas que ni siquiera se podía pensar en ellas como aspiraciones. Si en ese tiempo alguien le hubiera preguntado a Juan Pedro ¿qué sería de grande?, sin duda habría contestado “campesino”, como mi padre, o “Profesor”, como mi madre; de lo que estoy seguro, es que no le gustaba ir a la iglesia; que aprendió a rezar a fuerzas y que la figura del cura (que esporádicamente visitaba el pueblo) no le era grata. Las nociones de religión y la hermosa tradición de “ofrecer flores” en el rosario vespertino, le parecían francamente aburridas.

Juan Pedro empezó a crecer dentro de esa dicotomía, dicha en términos actuales: fifí por nacimiento y chairo por circunstancia. No tenía consciencia de clase. Era feliz. Estaba jodido, pero no se daba cuenta.

A los cuatro años aprendió a leer y escribir. Acompañar a la Profe a su salón de clase, despertaba su interés y temprana afición por leer cuanto escrito caía en sus manos; numerosos volúmenes de historietas y cuentos pasaron ante sus ojos; varios contenidos y personajes permanecieron (hasta la fecha) en su subconsciente. Antes de cumplir diez años terminó la primaria, sin tropiezos. Pensar en la secundaria implicaba una serie de dificultades, pero había que hacerlo. Más adelante seguiremos con este relato

Permítaseme, antes de continuar, hacer una breve digresión:

La ausencia de médicos, la falta de carreteras y transportes, hacían toda una odisea un viaje del pueblo a la ciudad. En los tiempos que corresponden a esta narración, de los habitantes del pueblo, nadie tenía suficientes recursos para comprarse un automóvil y menos para pensar en una concesión o permiso de taxi. Como un recurso para fortalecer en su hijo el respeto por los personajes de su entorno, la Profe le platicaba a él y a toda persona que mostraba disposición para escucharla, la siguiente anécdota: “Cuando Juan Pedro tenía unos cuantos meses de edad, inexplicablemente se puso enfermo de gravedad. ¡Había que visitar urgentemente al médico en la ciudad! La Profe tomó su rebozo, envolvió a su hijo y comenzó a caminar los cinco kilómetros que la separaban de la carretera, para tomar el autobús que la llevaría a la ciudad. Apenas empezaba la caminata, cuando Dios, la naturaleza o el destino, le hicieron cruzarse con Doña Mariquita quien, de manera muy amable y respetuosa, le preguntó -¿A dónde va Profe? Se le nota muy preocupada. -¡Cómo no Mariquita, mi hijo se está muriendo! -Déjeme verlo, por favor. Tras rápida auscultación, Mariquita le dijo, -no se vaya, yo lo curo, véngase, acompáñeme a mi casa. Así lo hizo y después de ciertas curaciones a la manera tradicional, cedió la fiebre y el niño empezó a dormir plácidamente, en un claro proceso de alivio. Desde entonces, la Profe recomendaba a su hijo: Mariquita te salvó la vida; siempre salúdala con respeto. así lo hacía Juan Pedro, en todas partes justificaba el respeto que la Profe sentía por las curanderas tradicionales, que tal vez con escasos conocimientos, pero mucha voluntad y fe, ayudaban a quienes las necesitaban”. Vayan estas letras como recuerdo a Mariquita, humilde mujer que seguramente salvó muchas vidas. Ya que tocamos este tema, es necesario recordar que el universo nocturno de la comunidad, se poblaba de brujas, nahuales y otros seres sobrenaturales que gustaban de saltar, convertidos en bolas de fuego, en los sitios más inhóspitos de los cerros, en donde la densa población de guapillas, lechuguillas, uña de gato, huizaches, mezquites, nopales, magueyes, biznagas y otras especies de la flora lugareña, hacía imposible el paso por el lugar, aún en plena luz del día. Era común ver a “las brujas” en sus noches de fiesta y también, conocer que un recién nacido, antes de su bautizo moría inexplicablemente, lleno de moretones, porque éste malévolo personaje “se lo había chupado”.

Ya había dicho y lo repito, que no había consciencia de clase entre los niños de ese tiempo. Todos éramos iguales: los hijos de los peones, habituales compañeros de juego o del trabajo disfrazado: “acarrear” agua a lomo de burro desde los jagueyes o pozas en la barranca. En graves crisis de sequía, era un deber de lo más importante, caminar cuatro kilómetros de ida, más el correspondiente regreso, para dar de beber a las vacas y borregas que esperaban sedientas el preciado líquido.

Así comenzó en Juan Pedro un proceso paulatino de alejamiento de sus dioses; pues consideraba injusto que mientras en las ciudades y otros puntos geográficos lejanos, el agua se desperdiciaba a raudales, en su pueblo no hubiera el líquido indispensable para las más urgentes y cotidianas tareas.

Otros trabajos que habíamos de realizar eran, por ejemplo, el pastoreo y la atención al levantamiento de aguamiel y raspa de los magueyes, para obtener recursos que ayudaran a la economía familiar. El traslado del dulce producto del maguey a los tinacales, remueven recuerdos imperecederos en la vida de quien lo haya conocido: las tinas de cuero llenas de pulque transmiten un olor especial que se ubica en algún rincón del alma; en algún resquicio de la memoria.

Continuará…