
LAGUNA DE VOCES
Aquí creció el recuerdo, las imágenes claras, a detalle, en que se podía ver el jardín donde caminaban los abuelos de mis abuelos, que nunca imaginaron el destino de sus sueños, la búsqueda siempre presente de extender, repoblar el futuro con sus gestos, sus mañas de caminar de lado y arrugar la nariz al mirar el cielo. Ellos, se supone, somos los que seguimos en esta tierra, donde un día decidieron detener el paso y procrear al primer hijo, abuelo de mis abuelos, con vaga certeza de que eternizaban la primera rama de un árbol florido, orgulloso de extender su linaje hasta los más recónditos límites del tiempo.
Abuelo de mi abuelo tuvo un hijo que fue abuelo de mi padre. Abuelo de mi padre tuvo un hijo que fue él. Padre tuvo un hijo, muchos hijos, yo uno de ellos, y es de suponerse que la historia volverá a extenderse, repetir la espiral de la vida, hasta un día extinguirse, o cambiar tanto la pista de su origen, que a ciencia cierta ya nadie sabrá el principio, por lo que tendrá que inventarse la genealogía de un nuevo árbol.
Basta hasta donde llegue el recuerdo, tan diminuto en los que tienen por interés conocer a detalle la cara, la fisonomía completa de quienes le dieron parte de su rostro.
En la calle nos miramos muy poco unos a otros, porque seguramente en las prisas que tenemos por llegar a cualquier parte, acabaríamos espantados si un día comprobamos que somos uno y no multitudes diversas, es decir que de alguna manera la maqueta fue hecha con rasgos tan poco diferenciados unos de otros, que por fuerza tendría que surgir la confusión, el miedo de saberse herederos directos del primer habitante del planeta.
Es decir que somos solamente uno, repetido hasta el cansancio, la saciedad; nombrado con millones de nombres, pero que en el fondo son uno, el de siempre, el que ha poblado una Tierra solitaria en el espacio, en la inmensidad del universo. Un ser abandonado a la desesperanza, que se inventó la historia de que pobló continentes, pero la amarga certeza que siempre fue uno, él, solo, dejado a la vera del camino en la soledad absoluta.
Por eso se trata de uno, no de miles de millones, no de número incalculable de árboles con ramas diversas. Uno.
Y sin embargo ese destino, porque origen es el mismo, nunca ha permitido acuerdo alguno entre los que, por los pocos siglos que han hecho del planeta un reguero de confusión, hoy mismo amenazan con desconocerse eternamente en la destrucción del que creen diferente sin serlo.
Uno.
Igual que en el principio de los tiempos. Igual que al final de los tiempos.
En la mañana, tarde y noche, cuando respiramos la oportunidad de un nuevo día, una tarde tranquila, una noche sin insomnio. Uno, el que se mira en el espejo, el que se escucha en la voz de la mujer amada, en las gracias de sus hijos, en la fidelidad de una mascota.
Uno mismo es todo y lo contrario.
Por eso existe la salvación, la eterna búsqueda de enmendar errores, porque uno es el principio de una nueva oportunidad; uno son las olas de la piedra en el agua, que crecen, y crecen, y crecen, hasta invadir el océano y hacer que se tranquilice, que uno se tranquilice, que la vida que es uno se calme, se apacigüe.
Uno.
Mil gracias, hasta mañana.
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