Terlenka
Alguna vez desee tener un negocio. Fue una alucinación, seguramente, porque, en realidad, nunca he deseado tener un negocio. La sola idea de vender objetos me causa ya cierta zozobra. Es verdad que poco antes de cumplir veinte años fui vendedor de bienes raíces, como se le llaman a las construcciones que no se pueden mover de un lado a otro.
Qué metáfora tan pobre, esa de los bienes enraizados. Pregúntenle a un huracán o a los terremotos si las casas pueden moverse o no. Pues yo vendía casas. Y con sólo vender dos casas, ¡dos!, sostuve seis meses mi economía, ésta sí carente de raíces y metonimias. ¿Cuánto ganarán quienes las construyen? Me refiero a las casas, pues sé muy bien cuánto ganan los constructores de metáforas afortunadas, o poetas: una patada en la entrepierna. No sé cuánto ganó entonces quien construía aquellas casas que yo vendía a los incautos, ni quiero amargarme los recuerdos (a los que no acostumbramos llamar bienes raíces aunque lo sean, los recuerdos). Mas vender no es lo mismo que tener un negocio, a no ser que uno sea el propietario de la empresa. Después de vender aquellas dos casas vendí un auto viejo, que me pertenecía, él sí, un Rambler 67 con palanca de velocidades a un lado del volante. Pasar de segunda a tercera velocidad resultaba un dilema; la jodida palanca se trababa y hubo que trasladarla al piso. Un día entero se llevó aquella operación mecánica. Se miraba más elegante, la palanca, empotrada en el piso del auto; e incluso yo presumía a mis amigos: “Así se ve más deportivo”, les decía yo. Por aquel entonces me tomaba muy en serio los deportes, como Frank Bascombe —el personaje de El periodista deportivo; la novela de Richard Ford que cito hasta la exasperación—. Bascombe no quería convertirse en un escritor serio porque su distracción congénita se lo impedía y un escritor serio, consideraba él, debe estar demasiado atento a lo que sucede a su alrededor: no a las pelotas, sino al resto de la vida. En fin, vendí ese auto color guinda y con el dinero obtenido me fui a Europa y llegué hasta Turquía. Nada qué contar de ello por ahora.
Los años corrieron y hace dos de ellos fui invitado a ser socio de un restaurante en la colonia Roma. Fui un socio menor: dueño del diez por ciento de acciones y sin poder de decisión real. No podía perder, según yo: la mayoría de los socios eran amigos, inteligentes y actuaban de buena fe, a mi entender. Pero cuando el mar no es salado las sirenas se van. El negocio fracasó y perdí casi todo el dinero que había ganado con el Premio Grijalbo de novela. Algún día contaré la historia desde una perspectiva más amable y literaria, y no como biografía que a nadie le importa, sino como un pequeño esbozo de la naturaleza humana. Dicha naturaleza, por cierto, me es cada vez más ajena e incomprensible. No comentaré nada sobre el “negocio” errado, porque tampoco quiero que el presente, aunque por esencia ambiguo, se amargue más de lo necesario. Y lo “necesario”, como todos nosotros sabemos, hoy en día es excesivo, criminal y mal oliente.
Es posible que el único acto bien plantado que realicé desde que abrí los ojos al mundo haya sido el de leer a Dostoievski. Ése sí que fue un pésimo negocio ya que sus novelas te tiran de la confortable cama sobre la que descansabas y a partir de entonces tienes que dormir en el suelo. Un suelo que no le recomiendo a nadie, peor incluso que aquel donde descansan los errantes, miserables o vagabundos sin techo. ¿Ya no existe tal clase de hombres? Sí, sólo que se confunden entre nosotros, los que tenemos techo.
Hace unos días se me ocurrió reunirme con algunos amigos a jugar basquetbol en una cancha del barrio, pero en la colonia Escandón los espacios de recreación, como les llaman, son escasos. Más automóviles, más edificios, más inmundicia sonora, y mayor entretenimiento televisivo. Un coctel maravilloso para envenenarse y sonreír como un bruto. “Todos sabemos —escribió Guy Davenport— que el edificio de muchos pisos es un atraso espiritual. No hay espacio de vida más solitario o más peligroso que el departamento moderno o el complejo de condominios.” O escuchen el pasaje siguiente de Albert Caraco (1919-1971), el filósofo de Bizancio, a quien se le llama de esa forma porque nació en Constantinopla. El pasaje nos refiere a la inclemente actividad del hombre urbano, moderno y empapado de velocidad. De tal clase de hombres escribe Caraco: “Organizan metódicamente el infierno, en el que nos consumimos, y para impedirnos reflexionar, nos ofrecen unos espectáculos estúpidos, donde nuestra sensibilidad se barbariza y nuestro entendimiento acabará por disolverse… Volvemos al circo de Bizancio y ahí olvidamos nuestros verdaderos problemas, pero sin que estos problemas nos olviden, los encontraremos mañana, y sabemos ya que mientras sean insolubles iremos a la guerra.” Los encontraremos mañana, una y otra vez, mas ya no iremos a la guerra porque no sabemos cómo ubicarnos con respecto al mal y tampoco acertamos a pensar si nosotros formamos parte del mal. Y no se puede jugar tiro al blanco sin blanco. O sin diana. Y que la bella y belicosa Diana se haya marchado es una afrenta, sin duda, para todo ser humano inconforme.
QUÉ METÁFORA TAN POBRE, ESA DE LOS BIENES ENRAIZADOS. PREGÚNTENLE A UN HURACÁN O A LOS TERREMOTOS SI LAS CASAS PUEDEN MOVERSE O NO. PUES YO VENDÍA CASAS. Y CON SÓLO VENDER DOS CASAS, ¡DOS!, SOSTUVE SEIS MESES MI ECONOMÍA, ÉSTA SÍ CARENTE DE RAÍCES Y METONIMIAS.