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Letras y Memorias
Un reloj imaginario hace “tic-tac, tic-tac”, y los pies con calcetines calentitos, son los primeros en sentir la caricia de noviembre, cuando los amaneceres ya tienen edad suficiente para salir de su sueño y de a poco, inundar la única ventana de la habitación, que al paso de ese “tic-tac”, pinta con acuarelas rosas, naranjas, amarillas y destellos azules, todo el espacio, el helado espacio donde el cuerpo reposaba minutos atrás.
Hoy, la sonrisa no ha sido fingida, esa mueca que por las mañanas se dibuja en el rostro, es igual de pura como lo es el cobijo de las hojas secas para quienes andamos por estas calles desde temprana hora. Y, además, muy plácido resulta reflexionar sobre la estación, como si de una analogía de la vida misma se tratase: lo que antes perduró, hoy ya no está, porque ha optado por mutar para volver con más fuerza en el año que apenas viene.
Un paso, otro más, diez si son necesarios. La mística de la Luna aún aparece reinando en el cielo, allá arriba donde la neblina espesa se aloja llenando de bendiciones a personas afortunadas que tienen los roces del Otoño muy de cerca, roces que son apaciguados con el elixir mágico que embriaga los paladares y colma de cafeína al cuerpo para salir y decir: “¡Qué hermosa mañana, hoy no haré nada!”.
Con legítima envidia, diviso hacia los árboles del camellón que, pese al inclemente viento de estos meses, todavía cuentan entre ellos con algo de ropaje, con algunas hojas que se niegan a caer aunque al final sepamos todos, que su hora llegará, y vendrá cuando el invierno se pose sobre sus copas para susurrar que ni un paso más, habrán de dar.
Es curioso, pues, como el verdor de lo que antes se dijo “vivísimo”, hoy luce cansado, pero no cansado por los viajes o las labores del día; más bien el tedio de lo “vivísimo”, se encuentra en la peculiar naturaleza de la evolución cíclica, si es que vale la expresión, porque así es como ocurre: un abril, el fulgor y éxtasis luce en cada rama; luego para junio, ese fulgor se intensifica y hasta el viento quema… pero cuando aparece el mes noveno, casi al final de este, lo que se jactó de ser inmortal durante dos estaciones, ve apagadas sus fuerzas, e irónicamente, mientras esa flama se va extinguiendo, es cuando más vivo luce “aquello”.
Soy un amante del Otoño. Le profeso especial cariño porque recuerdo de él mi primer beso, los primeros cigarrillos, las revelaciones… Recuerdo de mis otoños, entre otras cosas, viajes a Apan, horas eternas contemplando los pétalos de las flores muriendo, litros de café calentando el pecho, heridas sanando y suspiros regresando.
Recuerdo de mis otoños, mis ganas de volver a casa, mis pies triturando hojas y los colores más especiales que en mi vida he podido mirar; recuerdo que a la par de un cambio de estación entre agosto y diciembre, cambió también mi voz, cambiaron mis sueños de niño y hasta aquellos anhelos que de hombre se tienen. Le profeso especial amor al Otoño porque en su muy reconocida virtud de apagarse para volver a brillar, se ve reflejada la vida misma, y en sus radiantes tonos, yace el misterio de un día estar, y al siguiente, sólo esperar, pero siempre disfrutar.
¡Hasta el próximo jueves!
Postdata: Respirar el otoño acá, y desear respirarlo allá, en Boston quizá, es una dicha tan grande como ser dueño de la felicidad.