DE CUERPO ENTERO
En un camastro casi al ras del piso, Marisela de tan solo 17 años se encontraba bañada en sudor; ya tenía más de 15 horas en trabajo de parto y sentía que las fuerzas le iban mermando la vida, cuando Pedro con voz dulce le dijo a su joven mujer: “chiquita ya traje al doctorcito”. El médico sintió una nueva inundación, una responsabilidad que sabía le quedaba grande. Pedro se veía alegre, su rostro mostraba la seguridad que el médico le inspiraba.
Ya caída la noche nadie se atrevía a pasar el río, ni siquiera con la guía más sesuda de Don Pancho, ni aun teniendo a su disposición la panga nueva. En verdad la noche estaba tibia a pesar de la intensa lluvia que por más de tres días había azotada al pueblo. El cielo se dejaba ver, y varias estrellas coqueteaban con brillos muy claros, el ruido intenso de la corriente del río se escuchaba como cientos de toros bravos dejados en la intemperie, y justo donde quebraba haciendo una S pronunciada se dejaba escuchar como truenos alegres de la fiesta del pueblo.
“Doctor, doctor, nos urge que vaya a ver a mi mujer, se está muriendo, no puede nacer el chamaco”. Por la ventana se dibujó el rostro de Pedro con ojos brillosos por el miedo, y con la esperanza de ver en la cara del médico una afirmación rápida y segura; él, lo primero que pensó fue en negarse con categoría, y claro que tenía motivos; en esos momentos era prácticamente imposible cruzar el río, y después, qué le podría ofrecer a la mujer de Pedro en caso de que lograra cruzar la corriente de agua. Repasó rápidamente sus argumentos, pero cuando abrió la puerta y vio a un hombre joven empapado en agua y con sus grandes esperanzas, solo atinó a decir: “espérame un momento”.
Nadie quiso participar en la travesía y los pocos que se acercaron como los maestros, sus amigos, solo fueron para meter miedo, recordando a los difuntos que en años anteriores habían osado cruzarlo; le insistieron en que mejor trajeran a la enferma, pero que no se atreviera a cruzar ese caudal de agua, que sabían bien que en esa temporada el río de la Huasteca Potosina crece como nunca.
Pedro suplicaba que él podría llevarlo en una vieja lancha, la misma que había usado apenas una hora antes.
El médico se sentó con miedo justo en medio de la lancha, apretujó a su cuerpo su viejo maletín y como para tragar con valentía el terrible miedo que sentía, se dedicó a contar estrellas; gruesas gotas le mojaron el rostro, solo oía el resoplar de Pedro que con furia movía los remos intentando derrotar a toneladas de agua, que furiosas azotaban a una miserable lancha que flotaba como una cáscara de cacahuate sumida en una tina de agua. El agua le mojó los zapatos y en medio de la penumbra brillaban los ojos de Pedro, que más con ilusión que con verdad, le aseguraba que ya pronto alcanzarían la orilla.
El médico tuvo mucho tiempo para repasar los amores que iba a dejar, se acordó de su madre, de los ya muchos años de cuando se marchó para no volver; de cuando precisamente en un parto mal atendido enfiló un camino de silencio y deseó mucho ya haber sido médico para haberla cuidado con esmero y haber evitado su muerte. Ahora precisamente la mujer de Pedro lo estaba esperando, llegaron a su mente sus hermanos, su padre, su novia que tanto amaba y los hijos que a lo mejor la vida le tenía asignados; sus ojos se inundaron de lágrimas, tuvo miedo, y solo el recuerdo de ella, la de los ojos verdes, le hacía latir su corazón.
“Doctor, creo que ya nos perdimos, los remos están rotos y ya escucho los ruidos de la barranca, agárrese fuerte doctorcito”. Lo que pasó después sucedió tan rápido que el crujido de la lancha rota y un fuerte dolor en su espalda le hicieron sentir lo frío del agua; sentía moverse como una marioneta y así sin saber cómo, pudo aferrarse a una gran roca, se dio cuenta que no había perdido su maletín y con suspicacia sonrió, “ni que valiera tanto”.
Nunca supo el tiempo que pasó, solo está seguro que las piedras como si tuvieran vida lo ayudaron a llegar a la orilla; Pedro estaba en verdad alegre, y con gritos de chiquillo le decía al médico:” lo logramos doctorcito”.
Alcanzaron la orilla sin lancha río abajo, posiblemente dos o tres kilómetros antes de la terrible barranca, y así como si hubieran ganado una competencia olímpica emprendieron el camino montaña arriba a la casa de Pedro.
Como sucede en todos los pueblos los perros y sus ladridos anunciaron su llegada, la gente con cautela se asomaba por las viejas y húmedas puertas de sus miserables casas, y Pedro con impaciencia le mostraba el camino.
En un camastro casi al ras del piso, Marisela de tan solo 17 años se encontraba bañada en sudor; ya tenía más de 15 horas en trabajo de parto y sentía que las fuerzas le iban mermando la vida, cuando Pedro con voz dulce le dijo a su joven mujer: “chiquita ya traje al doctorcito”. El médico sintió una nueva inundación, una responsabilidad que sabía le quedaba grande. Pedro se veía alegre, su rostro mostraba la seguridad que el médico le inspiraba.
Con todo cuidado la revisó, y arrancando los lecciones de sus maestros amontonadas en su cerebro, diagnosticó: se trata de un embarazo con un bebé en presentación pélvica, es decir tendrán que nacer primero los pies, y después el cuerpo.
El médico -que olvidaba decir estaba apenas realizando su servicio social- sabía muy bien que una operación cesárea era lo indicado, lo correcto, y como un rayo milagroso se acordó de aquella frase del padre de la medicina Hipócrates: “PRIMUM NON NOCER”, lo primero es no hacer daño.
Sabía que no había alternativa, ni habían las condiciones para efectuar una intervención quirúrgica, y mucho menos tenía los conocimientos para efectuarla; revisó con todo cuidado con lo que contaba, y concluyó que el dejarla sin intentar un parto en esas condiciones sería todo lo contrario a lo que el juramento de médico indicaba.
Inició las maniobras clásicas para rescatar al bebé y así muy suavemente, con el hermoso ruido de la lluvia que caía en el fondo, fue obteniendo centímetro a centímetro a un bebé, que naciendo pegó chico grito que hizo volar a las gallinas que habitualmente a esas horas se encuentran durmiendo. El médico decidió no ocultar su emoción y junto con Pedro se puso a llorar. Total, casi eran de la misma edad.
Pasaron los días y justo antes de dejar el pueblo al concluir su año de servicio social, Marisela cargando a su bebé y Pedro, llegaron al consultorio para despedirse; Pedro le había labrado en un pedazo de madera una pequeña lancha, y con voz que adivinaba el llanto le dijo: “¡muchas gracias¡”.
Los tres lloraron.