Una Constitución productiva con sentido humano

Sí, en definitiva, es necesario que el Estado se ocupe con diligencia de las carencias más sentidas y urgentes de la población, en particular, de los más desfavorecidos

Estamos a unos cuantos meses de cumplir 100 años de la promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917, que con múltiples reformas, nos rige actualmente. Se trata de una celebración importante, que exige de nosotros una reflexión crítica más allá del entusiasmo.
La entonces nueva Carta Magna fue en cierta medida una reforma a la de 1857, que no modificó aspectos importantes como la forma de gobierno. Eso sí, tuvo cambios muy trascendentes que la llevaron a ser reconocida como una constitución social, la primera de su tiempo.
No obstante, nuestra realidad presente evidencia que el progreso y el desarrollo de la población, no dependen sólo de las buenas intenciones y propósitos de la legislación suprema. De hecho, su orientación estatista representó una carga muy pesada que hasta hace poco comenzamos a superar. No debemos dar marcha atrás.
Sí, en definitiva, es necesario que el Estado se ocupe con diligencia de las carencias más sentidas y urgentes de la población, en particular, de los más desfavorecidos. Desatenderlos sería caer en una irresponsabilidad que ninguna autoridad ni sociedad pueden permitirse, y menos aún, en un país en el que por desgracia seguimos padeciendo altos niveles de pobreza. Lo anterior sin olvidar que existe una brecha que se ensancha entre el desarrollo del norte y el centro respecto al sur.
Por ello —como se ha hecho en este sexenio— se requiere transitar de una visión asistencialista de los problemas sociales hacia soluciones de fondo y de largo plazo, centradas en el incremento de la productividad.
Hace falta todavía que soltemos amarras para pasar de una economía centrada en la participación protagónica del Estado, hacia una más competitiva, que fomente una mayor generación de riqueza y empleos gracias a la inversión productiva privada, nacional y extranjera.
Aunque así lo quisiéramos, el capital del país resulta insuficiente para crecer al ritmo que demanda la sociedad y que exige nuestra necesidad de abatir la pobreza en el menor tiempo posible.
En la actual administración federal, las reformas estructurales propuestas por el presidente Enrique Peña Nieto —discutidas, modificadas y más tarde aprobadas por ambas Cámaras del Congreso—, han avanzado en el sentido correcto.
El Estado sigue siendo —de acuerdo con el artículo 25 de la Carta Magna— el responsable de la rectoría del desarrollo nacional y esto es muy positivo. Sin embargo, no hay progreso posible sin la participación activa de la iniciativa privada en todos los sectores económicos, incluso —y sobre todo— en los considerados como estratégicos.
El costo de no haberlo hecho antes fue que durante más de tres décadas México se rezagó en productividad y competitividad en el contexto global. Esto tenía que acabar.
Un México productivo con responsabilidad social sólo puede alcanzarse si el gobierno deja de ser el principal actor económico para ocuparse de sus obligaciones fundamentales, como la de garantizar el imperio de la ley, la seguridad y dar certeza jurídica a los ciudadanos e inversionistas.
En ese contexto, este año resalta la promulgación de la nueva Ley Federal de Zonas Económicas Especiales, que permitirá atraer más inversión a los estados del sur.
A casi un centenario de vigencia, no hace falta pues una nueva Constitución, sino que la actual siga conduciéndonos hacia el México del siglo XXI. Necesitamos ser un país que impulse cada vez más a los emprendedores y haga frente a los desafíos de la competencia internacional. Conmemoremos el legado que ilustres mexicanos nos heredaron, y de la mano de la Constitución, evolucionemos para crecer, con sentido humano y productividad.

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