LA GENTE CUENTA
Don Arturo se encontraba sentado en una de las bancas de la casa del adulto mayor. Vestía de forma muy elegante: Un pantalón de vestir negro y una camisa blanca, perfectamente blanca. A pesar de tanta elegancia, su rostro reflejaban una pena, o una preocupación: Sus ojos miraban fijamente hacia el horizonte.
Agazapado en su banca, el señor se disponía a recordar, en la medida de lo posible, una vida tormentosa que había vivido: Desde una infancia difícil, llena de carencias y la falta de afecto de su familia; los tiempos duros que enfrentó cuando joven y la necesidad de viajar a otros lugares para sobrevivir.
Su vida cambió drásticamente cuando conoció a Esmeralda, una hermosa mujer del que Arturo se enamoró perdidamente, pero que por azares del destino jamás la volvió a ver; después de esto, se juntó con quien fuera su esposa por unos cuantos años: Lucía, quien la abandonó cuando tuvo a sus primeros hijos… y el pobre de Arturo se tuvo que hacer cargo de ellos.
Sus ojos recordaban con un poco de nostalgia las veces que velaba por sus pequeños, trabajando duro y procurando el alimento, a pesar de que ellos terminaron rebelándose contra él una vez adolescentes. Y fue cuando conoció la soledad, una mala compañera que la orilló a beber como loco, dilapidando su poco salario en botellas de licor.
Fue el mismo alcoholismo que lo llevó al hospital, donde recobró el sentido después de días dormido, y donde se prometió reunir a su familia para comenzar de nuevo, pero el tiempo suele jugar malas bromas. Sus hijos, ya con sus propios hijos lo rechazaron y lo tacharon de borracho, terminaban por cerrarle la puerta en su nariz.
-¡Don Arturo! ¡Don Arturo! –lo sacó de su ensimismamiento una voz dulce-. Don Arturo, ¿qué anda haciendo aquí?
-El venerable secaba unas cuantas lágrimas de sus ojos cuando la directora del centro lo encontró.
-¿No me diga que se va a echar para atrás? –volvió a preguntar con amabilidad-. Ya lo estamos esperando. ¿Todo bien?
-Sí, mijita… -contestó-. Solo quise estar a solas un momento.
-Pues, apúrele, Don Arturo –sugirió sonriente la directora-, que su boda ya va a comenzar. Doña Berta ya está lista.